Good! Because Venezuela hasn't...
Fui al supermercado, el mas grande de Mérida, el que presume, razonablemente, tener el mejor surtido. Y no es que estaba buscando cúrcuma, o cordero, o alguna hierba de nombre impronunciable. No era como si estuviera tratando de encontrar Harina Pan en Estocolmo. Sólo quería leche. Ese líquido blanco, de sabor incomparable, que todos consumimos salvo los que tienen intolerancia a la lactosa. Leche, lo que nos dan de mamar cuando nacemos, lo que nos une a los tigres, las ballenas y los ornitorrincos. Leche, el alimento inicial de los mamíferos.
Pero no. No había. Ni si quiera de marcas exóticas. Ni descremada, ni en polvo. Cero leche. Tampoco había jugo de naranja verdadero. Ni caraotas negras. Ni azúcar. Del Mazeite ni el celaje. Cortes de carne faltaban la mitad de siempre. Y ya parecía que comenzaba a escasear el arroz, el pan y la pasta. Y la escasez para el gobierno en la que ellos también sufren es un invento.
No hay de esas cosas, al menos no mucho. Lo que si hay son Hummers y BMW y motos Ducati y Triumph y yates. Hay whisky de malta, blends de 16 años, champaña que vale un millon de bolivares debiles la botella. Hay rifles y helicopteros rusos. Hay caviar a 300.000 la latica, colas en las puertas de los restaurantes y gente gritando en las barras para pedir mas.
Y claro, tampoco hay certidumbre, ni serenidad, ni la sensacion de que nuestros crecientes impuestos sirvan de algo. Ya casi no hay sentido de pertenencia, o fe, o confianza en el sitio en el que nacimos y en el que seguimos viviendo todavía, echándole pichón cada día y tratando de pasarla lo mejor posible.
Lo hemos hecho antes, lo estamos haciendo ahora: pasar agachados, buscarle el lado bueno al desastre, pensar que todo pasa y que esto también pasara. Y podemos, parece ser, aguantar un poco todavía. Hasta que no podamos adaptarnos más, y hagamos lo que hay que hacer para que las cosas comiencen a cambiar. Porque no van a cambiar solas.
Fui al supermercado, el mas grande de Mérida, el que presume, razonablemente, tener el mejor surtido. Y no es que estaba buscando cúrcuma, o cordero, o alguna hierba de nombre impronunciable. No era como si estuviera tratando de encontrar Harina Pan en Estocolmo. Sólo quería leche. Ese líquido blanco, de sabor incomparable, que todos consumimos salvo los que tienen intolerancia a la lactosa. Leche, lo que nos dan de mamar cuando nacemos, lo que nos une a los tigres, las ballenas y los ornitorrincos. Leche, el alimento inicial de los mamíferos.
Pero no. No había. Ni si quiera de marcas exóticas. Ni descremada, ni en polvo. Cero leche. Tampoco había jugo de naranja verdadero. Ni caraotas negras. Ni azúcar. Del Mazeite ni el celaje. Cortes de carne faltaban la mitad de siempre. Y ya parecía que comenzaba a escasear el arroz, el pan y la pasta. Y la escasez para el gobierno en la que ellos también sufren es un invento.
No hay de esas cosas, al menos no mucho. Lo que si hay son Hummers y BMW y motos Ducati y Triumph y yates. Hay whisky de malta, blends de 16 años, champaña que vale un millon de bolivares debiles la botella. Hay rifles y helicopteros rusos. Hay caviar a 300.000 la latica, colas en las puertas de los restaurantes y gente gritando en las barras para pedir mas.
Y claro, tampoco hay certidumbre, ni serenidad, ni la sensacion de que nuestros crecientes impuestos sirvan de algo. Ya casi no hay sentido de pertenencia, o fe, o confianza en el sitio en el que nacimos y en el que seguimos viviendo todavía, echándole pichón cada día y tratando de pasarla lo mejor posible.
Lo hemos hecho antes, lo estamos haciendo ahora: pasar agachados, buscarle el lado bueno al desastre, pensar que todo pasa y que esto también pasara. Y podemos, parece ser, aguantar un poco todavía. Hasta que no podamos adaptarnos más, y hagamos lo que hay que hacer para que las cosas comiencen a cambiar. Porque no van a cambiar solas.