Lo que ha pasado en torno a nuestra relación con el trabajo en los últimos 10 años forma parte del núcleo de nuestros problemas no sólo económicos, sino también sociales, políticos y hasta psicológicos. En un proceso de decadencia nacional que bien podría describirse como la profundización sistemática y constante de todos nuestros defectos colectivos, muchísima gente se ha ido acercando más al negrito de El Batey que a las folklóricas imágenes de pescadores, arrieros y oficinistas de los típicos videoclips del Himno Nacional. Aquel viejo merengue dice que el trabajo, para él, es un enemigo, que se lo deja todo al buey. Pues bien, en una sociedad urbana donde casi no quedan bueyes, ese buey es el Estado, que ha tendido a intercambiar iniciativa individual por dependencia crónica; es el compañero que debe trabajar doble; o es el cliente, el usuario, el ciudadano al que se supone que se debe atender y servir, que termina haciéndose justicia por su propia mano, buscando algún "camino verde" o yéndose para no volver.
El trabajo es mucho más que una actividad que hay que emprender para obtener recursos con los que sobrevivir o progresar materialmente. Es una enorme fuente de relaciones con los demás: en el trabajo uno encuentra grandes amigos y, con suerte, hasta su gran amor. Es una poderosa herramienta de crecimiento personal, que te ofrece la invaluable oportunidad de aprender más, de ser abierto y flexible, de entender qué es la ética, de conocerte a ti mismo y de ser mejor persona. Y por eso, aunque nuestra idiosincrasia nos induce a identificarlo con la esclavitud, como una humillación, es en realidad una vía de libertad individual: sólo puede ser libre para vivir como quiere quien decide esforzarse por ganarse las cosas a punta de conocimiento y de tenacidad, respetando a los demás y a sí mismo. No se puede ganar libertad si se depende de la limosna de otros, si se carece de una fuente de ingresos propios. Eso que llamaban antes "realizarse" se consigue con trabajo, y éste no debe depender del capricho de otros que te venden empleo a cambio de que les des siempre la razón, como es tan común entre nosotros. Por eso es tan importante que el Estado no secuestre la iniciativa personal, ni que lo hagan tampoco esas corporaciones que apuestan a que todos sus empleados sean iguales, una masa uniformada que repite eslóganes y debe conformarse con obedecer.
Nunca como en estos años se ha hecho tan evidente el modo en que nuestra manera de ver el país como si fuera una mina, o más bien un pozo petrolero, impide que éste progrese. Porque el que mira el lugar donde vive como un sitio al que hay que extraerle toda la riqueza de la tierra y luego levantar campamento, no ahorra, no estudia, no construye. El trabajo es disfrute del presente y levantamiento de futuro, es fortalecimiento del espíritu y energía intelectual, es negociación con los demás, búsqueda de normas que nos sirvan a todos y producción de libertad, de ciudadanía y de paz. Mientras sigamos viéndolo como una condena por la expulsión del paraíso, como algo que nos somete a la voluntad de otros o como una tarea insoportable a la que hay que boicotear con innumerables recesos y postergaciones, no saldremos adelante. Hay mucho que hacer en esta sociedad para alejarla del abismo. Y hay que empezar por trabajar mejor, con gusto y con inteligencia.