martes, noviembre 18, 2008

El sindrome de Bogota

No sé a cuántos les puede estar pasando, pero en mi experiencia, son ya unos cuantos. Por trabajo o por placer han pasado por Bogotá y vuelven encantados. Cuánta limpieza, cuánto orden, cuántos policías por doquier. Qué ricas son las frutas, qué agradable es el clima, qué bonitos los edificios de ladrillo, el barrio histórico de La Candelaria y el Museo del Oro. Y sobre todo, qué cortés es la gente, qué bueno el servicio en todas partes, qué educada cada persona desde el botones hasta el taxista, desde el funcionario de inmigración en el aeropuerto hasta la chica que me hace comprar tres pares de botas de cuero.

Ninguna de esas apreciaciones me parece exagerada ni injusta. En efecto, la capital colombiana tiene zonas muy agradables donde se respira un orden y una tranquilidad bastante exóticas para un habitante de Caracas, Valencia o Maracaibo. Por supuesto que las frutas son maravillosas y que, por lo general, la gente es amable y uno se complace con esa cortesía virreinal que tanto contrasta con la informalidad del Caribe, esa informalidad nuestra que, como sabemos, degenera con mucha frecuencia en la mera falta de respeto. Uno percibe que los bogotanos quieren trabajar y quieren trabajar bien, que quieren a su ciudad y a su país, y que allá hay un gobierno interesado en que eso pase.

Lo que me llama la atención es cómo estas apreciaciones producen una decisión más compleja: irse a vivir a Bogotá. Se está extendiendo entre el grupo de la población venezolana que ya no se halla en el país o que está harta de la delincuencia o la inseguridad en todos los ámbitos, y que tiene cómo exiliarse. Una aproximación parcial a esa ciudad induce a algunos compatriotas a pensar que allá encontrarán una vida casi ideal. Es lo que pasó en un momento con Costa Rica, lo que sigue pasando con Panamá y lo que ha comenzado incluso a pasar con Perú. Sin saber mucho sobre esos sitios, algunas personas viajan allá con bajísimas expectativas iniciales y se encuentran con ciudades que tienen prosperidad, cultura y buenos gobiernos. Cuando esa primera impresión se mezcla con un coctel emocional en el que se han ligado la angustia por la situación venezolana y la necesidad de huir de ella ante la imposibilidad de vislumbrar una solución a corto plazo, surge a veces esta medida de partir a Bogotá para encontrarse un nuevo destino.

Pero las cosas pueden no salir nada bien. Porque bajo la cortesía andina, está también la desconfianza. Y detrás de los centros comerciales con tiendas de marca, hay una crisis económica en la que no sobra el empleo. Porque ese síndrome de que Bogotá es un impulso, a veces es un salto al vacío. Es cierto que la capital colombiana tiene muchas virtudes, pero también muchísimos problemas, como el país entero. Yo no puedo negar a estas alturas que la opción de dejar Venezuela tiene mucho sentido, pero una decisión tan relevante no puede tomarse en una chiva rumbera ni un tour de compras.

Lo que deberíamos ver es cómo Bogotá ha salido adelante pese al conflicto armado y la pobreza.

Cómo nuestros vecinos tratan de reconciliarse consigo mismos y cómo han apostado por el esfuerzo y el trabajo. Unos días en Bogotá podrían darnos ideas sobre cómo una sociedad, no sólo un gobierno, puede hacer un esfuerzo colectivo por estar mejor.

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