viernes, octubre 23, 2009

Tres en una moto

Voy bajando hoy al mediodia, justo a la hora en que terminan clases los colegios, y salen los chiquillos corriendo por ahi. Recorde cuando mi papa me buscaba, hace unos 8 años atras, y me enfurecia si me dejaba esperando mucho tiempo. Ahora corre el segundo mes del año escolar 2009-2010 y hoy el sol ametrallaba las carrocerías de los carros atrapados en una de las muchas colas que en ese momento se habían formado en la Av. Las Americas. Ésta en particular no era de las más graves, entre Los Samanes y La Trinidad. Había camiones de reparto obstaculizando la visión de los semáforos, conductores impacientes que corneteaban en vano y uno que otro motorizado que serpenteaba como podía entre los vehículos de cuatro ruedas e, incluso, de vez en cuando, se pasaba al canal contrario para superar la tranca.

Ella apareció despacio, casi centímetro a centímetro. Nunca le vi la cara, sino los brazos, el casco, los zapatos atentos sobre el asfalto, suspendidos como las puntas de la vara de un equilibrista. Iba sobre una moto roja y tenía, delante de ella, a un niño de unos cuatro años en uniforme escolar, con su morral delante del pecho y un casco negro cuya tira le apretaba el mentón. Y detrás, una niña algo más grande, con un bolso rosado de Barbie, pantalón de mono azul y una cola de cabello castaño oscuro cayendo sobre su franelita blanca.

Esa madre no practicaba la audaz agresividad de los demás motorizados. No tomaba ningún riesgo.

Prefería aguardar bajo el calorón a que la cola se moviera. Pude observarlos durante un largo rato, mientras la fila se diluía lentamente a medida que el semáforo de unos pocos metros más adelante liberaba a algunos carros hacia las otras vias. Ella no le pegó al retrovisor de nadie, no se comió la flecha, no hizo ninguna pirueta de las que hacen que un motorizado aparezca a la izquierda de uno por arte de magia (y que hace que se molesten tanto cuando el conductor, comprensiblemente, no logra adivinar que ellos surgirían por allí de un segundo a otro). Ella esperaba, con sus dos niños abrazándola, aguantando con ella la hostilidad del mediodía, seguramente cansados, sedientos, con hambre. No parecía una mujer particularmente aventurera, que haya recorrido en moto todas las playas desde Pui Pui a Los Cocos, sino una madre más que no encontró otra opción para buscar a sus chamos en esta ciudad, que comprarse una moto y tres cascos, y armarse de valor.

Otro motorizado que llegó junto a ellos pegado del canal contrario se detuvo delante de la madre y le pidió con señas que se detuviera, para hacerle fotos con el celular. No sé qué le dijo. Esperó un momento junto a la familia y luego siguió adelante, desapareciendo con rapidez. Ella, en cambio, siguió optando por lo seguro, sin mirar a los lados, pendiente del semáforo, de los costados, de los imponderables. Con todos los sentidos alerta pese a que estaba en una de las zonas más prósperas del país. Hasta que llegó la oportunidad de avanzar sin riesgos, ella ganó un par de cuadras más y luego cruzó a la izquierda para ascender por una cuesta, una delgada calle llena de curvas que los llevaría a casa.

Y yo me quedé pensando en esas madres que han buscado el modo de adaptarse a esta vida cotidiana nuestra que consiste en vencer obstáculos desde la mañana hasta la noche, de lunes a domingo, una vida de colas, de retrasos, de negativas, de minúsculas, interminables batallas. Me quedé pensando en esa mujer con sus dos muchachitos protegidos y pendientes, bajo el sol, calculando cada paso. Me pareció que eran un símbolo de lo que estamos viviendo. Un símbolo de (casi) todos nosotros.

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