Más allá de sus colas, sus ruidos y sus agobios, que también los tiene, el cambio de año suele colocarnos en una frecuencia distinta. Es una especie de conspiración benévola. Para muchos, baja la presión del trabajo o el estudio, se suspende la rutina y hasta hay algún dinerito de más. A unos cuantos los moviliza la música que suena por todas partes, hasta en los pasillos burocráticos; a otros, nos anima la luz prodigiosa, el cielo despejado en el que de noche hasta se ven las estrellas.
Nos sentimos distintos, pensamos distinto. El encontrarnos con los amigos, la familia y los exiliados que vienen de visita nos suelta la lengua y cuando le cuento lo que ha sido de mi termino descubriendo en mi pasado reciente coincidencias que habían pasado desapercibidas.
Uno construye con los demás un relato del año, un capítulo nuevo de la autobiografía que mal que bien vamos redactando para consumo propio y de los interesados.
Ahí es que formulamos las famosas promesas, el dejar de fumar, la dieta y el ejercicio y lo que tendremos que hacer y el dinero que esperamos ganar, todas esas cosas que vemos enormemente factibles la noche del treinta y uno pero que empiezan a mostrarse menos factibles en la mañana del siete de enero. Pero también podemos llegar a decisiones más drásticas: sobre la pareja o la ausencia de ella, sobre la carrera, la casa, la ciudad en que se vive o se malvive, el país.
Leyendo los libros atrasados, viajando si se puede o redescubriendo la habitación propia, en estos días, siento como que abro más los ojos. Veo menos las tragedias de alrededor, o por lo menos intento hacerlo, y me veo un poco más a mi mismo.
A mí me intriga mucho esa frecuencia extraña en que nos meten diciembre y enero, el modo en que uno se siente el primer día del nuevo año, la mezcla tan curiosa que, si se está atento, aparece en el paisaje interior: algo de melancolía, algo de optimismo, conciencia de la pérdida, conciencia de lo que se puede tener que antes no se ha tenido. En estos meses, la suspensión parcial o total de las rutinas permite que esa luz fantástica que baja del cielo despejado nos fracture la cáscara que nos oculta de nosotros mismos. Lo cual puede ser agradable o no. Pero es, sin duda, una oportunidad de conocimiento y de crecimiento si se la sabe aprovechar.
Me pregunto si esa persona que uno descubre en sí mismo durante esta época es una ilusión, una personalidad alterada por las circunstancias, o por el contrario el ser más verdadero, el auténtico.
Me pregunto si uno es más la persona más lenta, reflexiva y eventualmente alegre de diciembre y enero, que la agobiada, acalorada y furibunda de mayo o septiembre. Me pregunto por qué es tan difícil sostener esa atención y esa mirada hacia dentro que podemos obtener a fin de año. Y qué pasaría si lo lográramos, si lográramos ser todo el año tan audaces para querer cambiar y ser mejores, tan dados a llamar a la gente que se quiere, y también tan despilfarradores y un poco más irresponsables. Tal vez no trabajaríamos nunca, es verdad. Pero tal vez seríamos, por otro lado, distintos, distintos para bien.
No sé, son cosas para los que no tengo respuestas sino preguntas. Será la influencia de estos días, y la sospecha que traen, de que lo que vemos es en realidad algo más.
Nos sentimos distintos, pensamos distinto. El encontrarnos con los amigos, la familia y los exiliados que vienen de visita nos suelta la lengua y cuando le cuento lo que ha sido de mi termino descubriendo en mi pasado reciente coincidencias que habían pasado desapercibidas.
Uno construye con los demás un relato del año, un capítulo nuevo de la autobiografía que mal que bien vamos redactando para consumo propio y de los interesados.
Ahí es que formulamos las famosas promesas, el dejar de fumar, la dieta y el ejercicio y lo que tendremos que hacer y el dinero que esperamos ganar, todas esas cosas que vemos enormemente factibles la noche del treinta y uno pero que empiezan a mostrarse menos factibles en la mañana del siete de enero. Pero también podemos llegar a decisiones más drásticas: sobre la pareja o la ausencia de ella, sobre la carrera, la casa, la ciudad en que se vive o se malvive, el país.
Leyendo los libros atrasados, viajando si se puede o redescubriendo la habitación propia, en estos días, siento como que abro más los ojos. Veo menos las tragedias de alrededor, o por lo menos intento hacerlo, y me veo un poco más a mi mismo.
A mí me intriga mucho esa frecuencia extraña en que nos meten diciembre y enero, el modo en que uno se siente el primer día del nuevo año, la mezcla tan curiosa que, si se está atento, aparece en el paisaje interior: algo de melancolía, algo de optimismo, conciencia de la pérdida, conciencia de lo que se puede tener que antes no se ha tenido. En estos meses, la suspensión parcial o total de las rutinas permite que esa luz fantástica que baja del cielo despejado nos fracture la cáscara que nos oculta de nosotros mismos. Lo cual puede ser agradable o no. Pero es, sin duda, una oportunidad de conocimiento y de crecimiento si se la sabe aprovechar.
Me pregunto si esa persona que uno descubre en sí mismo durante esta época es una ilusión, una personalidad alterada por las circunstancias, o por el contrario el ser más verdadero, el auténtico.
Me pregunto si uno es más la persona más lenta, reflexiva y eventualmente alegre de diciembre y enero, que la agobiada, acalorada y furibunda de mayo o septiembre. Me pregunto por qué es tan difícil sostener esa atención y esa mirada hacia dentro que podemos obtener a fin de año. Y qué pasaría si lo lográramos, si lográramos ser todo el año tan audaces para querer cambiar y ser mejores, tan dados a llamar a la gente que se quiere, y también tan despilfarradores y un poco más irresponsables. Tal vez no trabajaríamos nunca, es verdad. Pero tal vez seríamos, por otro lado, distintos, distintos para bien.
No sé, son cosas para los que no tengo respuestas sino preguntas. Será la influencia de estos días, y la sospecha que traen, de que lo que vemos es en realidad algo más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario