Lo han notado nuestros padres, parientes y profesores universitarios: esa masiva desesperación que manifestamos los jóvenes por dejar el país apenas nos gradúemos. Desesperación que en muchos casos es compartida por nuestros padres, hartos de la inseguridad. Y pueden entender las razones que tenemos para sentirnos así. Pero no deja de ser alarmante que precisamente nosotros, en esta edad en que solemos creer que cualquier cosa es posible y que el mundo nos pertenece, que tenemos tanta energía y menos responsabilidades que los que somos mayores, hayamos decretado el fin de este país.
Claro, no somos todos. Deben haber unos cuantos que no piensan en eso, que en realidad no piensan mucho. Y conocemos también a los luchadores del movimiento estudiantil que han intentado inyectarle al resto de la sociedad la idea de que sí se pueden mejorar las cosas. No obstante, el número de venezolanos entre 18 y 25 años que consideramos que Venezuela no va para ningún lado, o para ningún lado bueno, y que en lo que a nosotros nos concierne lo único que se nos ocurre es tratar de emigrar, debe ser bastante alto. No tengo una cifra que publicar aquí, pero no creo estar exagerando. Sean cuantos sean, al parecer son muchísimos.
Algo muy hondo se debe haber roto en esta sociedad para que se nos esté ocurriendo eso. Porque unos cuantos de nosotros sumidos en la desesperanza precoz somos talentosos, aplicados e ingeniosos. Somos gente con valores, obligada a madurar por la fuerza ante la violencia y el miedo, que no dejo de pensar en las ideas de qué puedo hacer una vez tenga mi título en la mano, y que muchas veces trasmito repugnancia por todo lo que me rodea, en casa, en el aula de clases, en la calle, en la televisión.
He visto ancianos a los que no les queda mucha vida con más optimismo que nosotros. En las colas de votación, por ejemplo. Hasta en la generación alrededor de mis papás, traumatizada por el intenso declive nacional que ha podido atestiguar desde los años 80 para acá, tiende a tratar de matizar el alcance de los daños.
Pero mis panas y yo no conocimos el país anterior a 1989, y ya tenemos demasiadas ganas de tirar la toalla por esto. No doy ni medio. Mis papas, los que llegaron antes, pueden al menos recordar un país mejor y confiar en que no se haya perdido del todo; yo no confío.
Así que renuncio a seguir esperando. No quisiera desperdiciar mi juventud aquí.
Y mientras tanto, hay quien nos dice que, bueno, si no nos gusta esto, que nos larguemos, que aquí nadie nos quiere. Quien se nos ríe en la cara, que no sabemos nada, que este país está lleno de oportunidades para quien las sabe aprovechar. Hay quienes nos escuchan como las únicas voces intáctas, las únicas conciencias puras e incontaminadas, y nos asignan un papel de oráculos que no queremos, pero mientras estémos en Venezuela lo asumimos. Y hay quienes nos persigue y nos caza.
Pero qué duro es oír a mis panitas hablar así. Verlos ir a clases con ese desgano, o trabajar de mala gana. Qué duro es verlos desarraigados. Una generación de desesperanzados. Una generación que ya renunció. Aunque estén haciendo música o graffiti, aunque estén aprendiendo lo que quieren aprender y viendo cómo hacer salir sus talentos. En una nación demográficamente joven, hay demasiados jóvenes que queremos crecer en otra parte. Algo muy malo debe estar ocurriendo aquí. Algo que no se puede ocultar.
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