jueves, enero 07, 2010

31 en Tucacas


"Recibí" 2010, como solemos decir, en la posada de Rene en Tucacas, oyendo con parte de mi gente viejos números de La Sonora Matancera y explosiones de pólvora, sin ponernos de acuerdo sobre cuál de nuestros relojes debíamos seguir.
Alrededor de esa posada sabemos que estamos en un pueblo violentamente contradictorio, todo una representación física y social de lo que es Venezuela.
Entre las calles - que cuando no son de tierra son de asfalto quebrado y descolorido - se alzaban frente al mar edificios en los que abundan apartamentos de un cuarto de millón de dólares, de gente que sólo se mete al pueblo a comprar hielo y empanadas, antes de abordar sus yates en las marinas cercanas, embarcaciones que en los cayos compiten no sólo en tamaño, sino también con el volumen del reguetón que sale de sus cornetas.
Esas viviendas vacacionales se comprar y se venden en un pueblo donde prácticamente no hay policía y donde hay asesinatos cada semana. Un pueblo con mucha gente refugiada en lo que fueron prósperos hoteles para la clase media y donde los negocios de comida son asaltados, a plena luz del día, con una frecuencia exasperante. Tucacas tiene sus médicos cubanos, sus malandros, sus pequeños empresarios y sus dramas sanitarios como cualquier barrio de Caracas. Sólo que todo esto está a metros del lujo y del despilfarro, a orillas de un mar que trae brisa como trae contaminación, la que le vierten a él desde las costas cercanas. Hay mucho dinero en Tucacas, pero casi ningún desarrollo. La electricidad va y viene, las inundaciones lo han aislado del país y lo han sumergido en agua maloliente, la inseguridad lo tiene aterrado. 
Pero junto a todo eso, estaba también la belleza. Esa ligazón entre injusticia y hermosura que es tan característica de esta región del mundo. Tucacas está ahí gracias a esa joya del Caribe que es el parque nacional Morrocoy, que sobrevive gracias al esfuerzo de unos pocos -funcionarios y trabajadores locales- y pese a la presión de todos los demás. Hace siglos que vive gente en esa costa -en la que Conquista flechaban ahí mismo a los adelantados españoles- pero son esos cayos y esos manglares los que hacen el lugar tan valioso. Esa última noche de 2009, los albatros tijereta y los alcatraces se escondieron durante el crepúsculo en los árboles del morro antes de que se propagaran las explosiones, planeando transversalmente entre las masas de viento que venían del mar. Y cuando se acercaba la medianoche, subió el vallenato desde la casas de bloque, se intensificó la música de Los Melódicos en el complejo de apartamentos donde celebraban una fiesta común, y se multiplicó en el cielo variable, con nubes rápidas que de vez en cuando nos salpicaban de llovizna, la nube de relámpagos de colores, racimos de estrellas artificiales y ráfagas de truenos chinos que la gente encendía en los patios, las aceras y las terrazas.
Unos cuantos encendieron grandes globos de papel. A medida que se calentaban sus atmósferas interiores, subían por los costados de los edificios hasta que los superaban en altura, y entonces el viento de la playa los metía tierra adentro, hacia la ciénaga a oscuras. Los globos avanzaban un par de kilómetros y luego perdían altura, como preguntas que no encontraban respuesta. Llegaba 2010 con todas sus interrogantes y el mar rugía despacio, siempre por su cuenta, ajeno a sus vecinos humanos y sus problemas, sus malas decisiones, sus miedos y sus esperanzas.

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