A veces sobreviene ese ataque súbito, violento, de los buenos recuerdos, de una sensación de plenitud que antes teníamos. Emboscadas de la nostalgia, feroces, entrañables. Nostalgia de la inocencia, del desconocimiento, que ahora parecen tener otros con mucho más ruido y más sustancias, con mucho menos sensibilidad y belleza, con velocidad y placeres instantáneos. Algo que sólo la música y el alcohol nos devuelven como un querido fantasma que queremos abrazar y atar a este presente, pero que inevitablemente se desvanece.
¿Apego excesivo al pasado? Puede ser, pero ciertas condiciones del presente son las que producen esa conexión con el pasado, del mismo modo en que ciertas condiciones de aquel pasado producían unas conexiones con un futuro imaginado que no resultó, que vino a ser bien distinto.
Y qué importa que no sea real, ni racional en absoluto. Suelo predicar sobre que se debe hacer contacto con la realidad, que hay que poner atención al presente y poner los pies sobre la tierra. Pero a veces cómo provoca huir de ella, refugiarse en la fantasía del paraíso perdido, adentrarse en el delicado laberinto de espejos que es la memoria depurada, la que ha preservado los mejores recuerdos y ha guardad en el sótano más oscuro lo que no queremos revivir.
Con esa nitidez que habla de épocas en las que las reglas eran más claras y la realidad más predecible, con ese brillo que nos remonta a los mejores años de la infancia cuando creíamos en que las cosas tenían siempre detrás una sombra mágica, la luz de enero promueve esas fantasías, esos vértices, esos vértigos. A mí me hace recordar esa escena de una película e Bernardo Betolucci en que un viejo poeta, al entrar a una fiesta crepuscular en una maravillosa villa toscana, dice "beauty wounds the heart".
Porque para muchos de nosotros hubo años en los que pensábamos que todo era posible. El país y la edad nos desmintieron, claro, y no nos quedó otra que aceptarlo (otros, sin embargo, no lo hacen , no lo admiten: parecen aferrarse a esas y otras quimeras mientras aturden las calles con la música de sus carros, mientras pasan la noche entera bebiendo y gritando en una triste parodia de inmortalidad).
Esas emboscadas de la nostalgia nos inyectan mercurio en el pecho, una cosa plateada e inaprensible que se nos vierte por dentro y tarda algún rato en diluirse. Es algo que en ese momento no podemos transmitir a los demás y que se atraviesa en la percepción: entonces escucho las voces de los otros como una sordina, como si estuvieran del otro lado de una ventana.
Es una intoxicación temporal, que luego pasa, para dejar que la realidad del presente recupere su prosaica precisión espacial, sus alarmas y sus ruidos, sus presagios, sus temores y rumores, sus gritos en medio de la noche. Son momentos fugaces, esporádicos, pero hacen parte de tu vida, parte de ti, de tu visión del mundo. Están ahí, esperando la siguiente oportunidad, y ojalá regresen siempre. Ojalá no llegue uno a un momento en que ni eso pueda tener y la aridez de la realidad tangible lo reseque todo. Sobre todo, ojalá que uno pueda recuperar la serenidad que no permitía percibir el ritmo hondo de las cosas, que las angustias puedan quedarse al menos por unas horas tras la puerta para que sintamos al cielo girar sobre nosotros, y nada más.
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