domingo, enero 13, 2008

La vida sigue...

El 7 de enero fue un día curioso desde el principio. Algo me despertó en la madrugada y no fue una pesadilla ni una preocupación ni una urgencia del cuerpo. Desde el este, se iba iluminando con un tenue resplandor de pantalla de celular el cielo incomparable de enero.

Se trataba de mi regreso a la rutina luego de los trajines y escándalos de diciembre, de las mesas repletas y las botellas interminables, de la torpe adaptación al cambio de hora y la divertida llegada del llamado bolívar fuerte. Tenía ya una lista de tareas para la jornada, pero quise vivir esos primeros minutos en paz, sin volar a preparar café y organizar objetos rutinarios y contar cuánto tengo en la cartera. Escuché la serenidad de la casa dormida. Observé el paulatino retorno de las cosas. Aspiré el tenue fresco de la nueva mañana que todavía se recostaba contra las paredes. Y me prometí a mi misma que este año trabajaría para ir más lento, poner más atención, concentrarme en lo verdaderamente importante y para saborear el presente.

Ese fue mi propósito inicial, aunque no el único, del nuevo año. Dependera de mi que lo cumpla o no, claro, como en años anteriores fue hacer mas ejercicio, leer mas, viajar a tal sitio, etcetera. El resto del día me esforcé por ponerlo en practica. Me senté en una frutería a tomar una tizana y a leer la prensa como un cuento tragicómico, no como un informe de desastres ni como un pretexto para la especulación estéril. Abrí mis sentidos todo lo que pude para gozarme el cielo azul sobre el Bolívar. Asumí mis tareas con concentración y con calma.

Es curioso que uno necesite de un estímulo como el cambio de año y de un clima como el de enero para volver a recordar que hay que vivir más despacio y mejor. En un día como ese 7 de enero, uno se acuerda de que en el mundo no solo hay horrores y verguenzas, de que existen la empanada de cazón, el Claire de Lune de Debussy, Woody Allen, El barón rampante de Calvino, el oporto, los baños de río, los mejillones, de que en realidad estamos rodeados de tesoros y que, de paso, suele haber quien nos quiera y que merezca a su vez ser querido.

Sería fantastico sentirme así todo el año, como lo sería también que no se acabara nunca esa luz y esa brisa. Pero bueno, por algo existen la industria de la autoayuda y la farmacopea contra la tristeza. Sin embargo, vale la pena tratar de rescatar algo, por lo menos algo de ese ímpetu de comienzos de año. Hacer algunos cálculos, que se hacen imprescindibles a medida que uno se convierte en un ser mas maduro: cuánto invertimos en desesperarnos, cuánto en alimentar pesadillas, cuánto en pelear por estupideces o por defender nuestro precario ego. Tener en cuenta no sólo que la desgracia puede estar a la vuelta de la esquina para cada uno, sino también que el goce y la serenidad pueden ser inminentes por su parte. Ver el rollo nacional como una fiesta mala y ridícula que en algún momento se acabará, aunque haya que ponerse luego a limpiarlo todo.

Digo, algo del relumbrón maravilloso de estos días -y lamento la cursilería- debe poder quedarse dentro de uno. Una lucecita. Como cuando hemos tenido instantes de plenitud en los que nos sentimos completos y equilibrados. Algo de ese oleaje de agua fresca debe quedarnos en las palmas de las manos.