domingo, abril 04, 2010

El trabajo como valor


Lo que ha pasado en torno a nuestra relación con el trabajo en los últimos 10 años forma parte del núcleo de nuestros problemas no sólo económicos, sino también sociales, políticos y hasta psicológicos. En un proceso de decadencia nacional que bien podría describirse como la profundización sistemática y constante de todos nuestros defectos colectivos, muchísima gente se ha ido acercando más al negrito de El Batey que a las folklóricas imágenes de pescadores, arrieros y oficinistas de los típicos videoclips del Himno Nacional. Aquel viejo merengue dice que el trabajo, para él, es un enemigo, que se lo deja todo al buey. Pues bien, en una sociedad urbana donde casi no quedan bueyes, ese buey es el Estado, que ha tendido a intercambiar iniciativa individual por dependencia crónica; es el compañero que debe trabajar doble; o es el cliente, el usuario, el ciudadano al que se supone que se debe atender y servir, que termina haciéndose justicia por su propia mano, buscando algún "camino verde" o yéndose para no volver.

El trabajo es mucho más que una actividad que hay que emprender para obtener recursos con los que sobrevivir o progresar materialmente. Es una enorme fuente de relaciones con los demás: en el trabajo uno encuentra grandes amigos y, con suerte, hasta su gran amor. Es una poderosa herramienta de crecimiento personal, que te ofrece la invaluable oportunidad de aprender más, de ser abierto y flexible, de entender qué es la ética, de conocerte a ti mismo y de ser mejor persona. Y por eso, aunque nuestra idiosincrasia nos induce a identificarlo con la esclavitud, como una humillación, es en realidad una vía de libertad individual: sólo puede ser libre para vivir como quiere quien decide esforzarse por ganarse las cosas a punta de conocimiento y de tenacidad, respetando a los demás y a sí mismo. No se puede ganar libertad si se depende de la limosna de otros, si se carece de una fuente de ingresos propios. Eso que llamaban antes "realizarse" se consigue con trabajo, y éste no debe depender del capricho de otros que te venden empleo a cambio de que les des siempre la razón, como es tan común entre nosotros. Por eso es tan importante que el Estado no secuestre la iniciativa personal, ni que lo hagan tampoco esas corporaciones que apuestan a que todos sus empleados sean iguales, una masa uniformada que repite eslóganes y debe conformarse con obedecer.

Nunca como en estos años se ha hecho tan evidente el modo en que nuestra manera de ver el país como si fuera una mina, o más bien un pozo petrolero, impide que éste progrese. Porque el que mira el lugar donde vive como un sitio al que hay que extraerle toda la riqueza de la tierra y luego levantar campamento, no ahorra, no estudia, no construye. El trabajo es disfrute del presente y levantamiento de futuro, es fortalecimiento del espíritu y energía intelectual, es negociación con los demás, búsqueda de normas que nos sirvan a todos y producción de libertad, de ciudadanía y de paz. Mientras sigamos viéndolo como una condena por la expulsión del paraíso, como algo que nos somete a la voluntad de otros o como una tarea insoportable a la que hay que boicotear con innumerables recesos y postergaciones, no saldremos adelante. Hay mucho que hacer en esta sociedad para alejarla del abismo. Y hay que empezar por trabajar mejor, con gusto y con inteligencia.

viernes, abril 02, 2010

Desarraigándonos


La severa dislocación , el descoyuntamiento de Venezuela de los últimos años la cuenta de cuándo comenzó la fractura es personal, al igual que la evaluación de esos daños, si los hubo ha comenzado a producir en algunos de nosotros una sensación de exilio, de yo no soy de aquí, de yo no pertenezco a esto.

Una sensación que se nos clava en el pecho y que nos hace preguntarnos, mirando a nuestro alrededor, qué es ser venezolano. Y si ser venezolano es eso que uno ve en la calle, o en la televisión, o en la prensa. Si ser venezolano es lo que el "gobierno" llama ser patriota o ser bolivariano. O es burlarse de toda norma. O es negarse a toda reflexión, a toda duda, a todo enfrentamiento con los muchos enigmas que nos tira la realidad a la cara, aunque tratemos de ver hacia otro lado. Si ser venezolano es sumergirse en el creciente río de gente que ha aceptado formar parte de la gran complicidad en cuanto a profundizar nuestros defectos colectivos.

Es algo más que la reclusión voluntaria, por cansancio del mundo exterior o por miedo a la inseguridad. Es la dolorosa vivencia de quien ha tenido que dejar su tierra y ha empezado a vivir entre extraños, ante un idioma que apenas comprende, ante un montón de reglas y de códigos que todavía no domina. Es comenzar a sentirse un exiliado sin haber salido de aquí, sin haber dado el paso que otros están dando: encaramarse en un vuelo internacional sin pasaje de regreso.

Sé que una vez más me insultarán los nacionalistas de escapulario y los que se creyeron Venezuela heroica, pero lo que me importa es que ustedes me entiendan. Intentaré explicarme: no es que a nosotros, los que nos estamos desarraigando, nos estén dejando de gustar las arepas o el queso Palmizulia. Nada que ver con eso. Ni que hayamos botado nuestros discos del Ensamble Gurrufío o nos haya cambiado el acento.

El problema va por otro lado: los valores. El conservarlos, el no poder convivir con los miles de tipos que los amenazan y que se burlan de ellos. Va por el lado del paisaje: parte del entorno físico de nuestra infancia o adolescencia ha sido demolido o contaminado hasta lo irreconocible. Nos cuesta mucho tomar la decisión de ir a una playa para verla en el estado en que está y someternos al clima de violencia que impera en la cola y en la arena. El problema es que nos criaron para una Venezuela que ya casi no encontramos por ninguna parte, salvo en nuestra memoria. Y esa Venezuela anterior, ese pequeño país nuestro, no estaba exento de mentiras ni de injusticias, no era ninguna Dinamarca, pero sin duda era preferible a este interminable reguetón, a esta siniestra adivinanza, a esta ruleta rusa.

Nos cambiaron todo, desde el escudo hasta la cédula, desde el billete de cinco hasta el reloj de La Previsora, el presupuesto personal, el simple hecho de tomarse un café con azúcar y leche. De paso, nos insultan, cada día, sin falta, en todos los periódicos, en los semáforos, en la cola del banco.

Y nos dicen, oficialmente: "Si no les gusta, que se vayan". Pero resulta que si ya no somos de aquí, tampoco somos de ninguna otra parte. No tenemos otra nacionalidad ni otro léxico. El país que al parecer perdimos era el único que teníamos. Ya no tenemos raíces: se las comieron las termitas, las cercenó una inundación. Estamos desarraigados, o en trance de serlo.