lunes, agosto 06, 2012

Los verbos falsos: un mata pasión


No quiero caribear a nadie su forma de hablar. Yo misma he sido caribeada y acepto que utilizo palabras inusuales (ej. Financiación en vez de financiamientos), pero me justifico porque al fin y a cabo he tenido una vida multicultural comenzando por mi familia y las estadías prolongadas en una cultura particular que cambió una que otra cosa inconsciente de mi forma de hablar.
Ahora, harina de otro costal, es hablar mal. Un verbo falso es como un billete falso, o como un alimento vencido, o como un objeto dañado. Es un fraude a pequeña escala, una estafa a cuenta gotas. Cuando el lenguaje se llena de verbos falsos y de falsos adjetivos, de falsos sustantivos, de falsos adverbios, se llena de trampas y de mentiras. Porque las palabras verdaderas, las que dicen lo que quieren decir, las que son transparentes, son las que mantienen una lengua viva y permiten que una cultura se comunique dentro de sí misma, y que una sociedad pueda hablar, pueda hacer fluir las ideas sin equívocos, sin malos entendidos. Es igualito que cuando decimos que cuentas claras conservan amistades: palabras claras conservan también las amistades al impedir la confusión. Reemplazar un verbo viejo, sólido, claro y transparente como abrir por un verbo falso como aperturar es como sustituir una célula sana por una contaminada: sólo puede conducir a que ese inmenso organismo común que es el lengua se enferme y empiece a fallar. Como de hecho lo está haciendo. Aquí nos acostumbramos a decir por lo menos cuando debemos decir por ejemplo y a convertir todo en un exceso, poniendo demasiado y super por todas partes.
No es un asunto de ser cascarrabias o maniática. Que el lenguaje se use correctamente tiene que ver con todos nosotros. Es mucho más que dar una buena impresión, o que ser elegante y cortés. La cosa es más compleja y más trascendente. Afecta nuestras posibilidades de entendernos con los demás, de aprender del mundo, de trabajar y estudiar de manera productiva. Reduce el chance para el conflicto, incomunicación y la soledad. Saber qué significan las palabras y cuidar esos significados, aferrarse a las palabras verdades, es preservar las ideas que transmiten. Cuando dejamos de hacerlo. aparece quien nos quiere meter gato por liebre, quien tuerce o invierte los significados para hacernos comprar algo que no nos conviene o hacerlos obedecer a alguien. Por algo existen la censura y la propaganda, porque las palabras cuenta, impactan en la realidad, cuando se usan bien y cuando se usan mal. Hay que tener mucho cuidado con las palabras porque siempre, aquí y en cualquier parte, hoy y siempre, están los que llaman necesidad a lo que no es sino un costoso capricho que no nos hace falta, y democracia a lo que es dictadura.

domingo, julio 29, 2012

Una nueva realidad

No hay sino que poner un poco de atención para darse cuenta de que muchas cosas están cambiando. Medio Silicon Valley está en Bangalore y come curry en vez de sushi. El tribunal Internacional de Justicia acaba de condenar por primera vez a un ex jefe de Estado por crímenes contra la humanidad. España es casi Grecia en materia económica y casi Brasil en materia futbolística. Italia tiene un líder decentísimo y Escandinavia está pareciéndose demasiado a un libro de Stieg Larsson. Europa vuelve a ser un continente de emigrantes mientras varios países africanos tienen hoy economías emergentes, en franco crecimiento. Las orgullosas naciones del desierto lucen hoy caóticas y a la deriva en su mar de arena. En la cerrada Birmania se cuela un resquicio de libertad y de futuro. En Estados Unidos, Obama deja de estar de moda y los nuevos ídolos que millones quieren emular son puertorriqueños. En China, mientras los millonarios compran chateux en Francia para que no les falte el gran vino, la gente está aprendiendo a protestar y a echar atrás a un gobierno que no quiere que nadie recuerde lo que pasó, en 1989, en la plaza Tiananmen.
Nuestros vecinos también ponen lo suyo en este torbellino de transformaciones. En México volvió el PRI con una estética de telenovela; en el Perú el coco no result´ser tal y la economía no deja de crecer; en Cuba, que avanza milimétricamente hacia el siglo XXI, ya se pueden vender y comprar casas; en Uruguay avanza una prosperidad que no se conocía en casi una centuria, y no precisamente gracias a sus vacas; y Brasil sigue derechito hacia el puesto que su empuje parece garantizarle, el de una de las grandes potencias de este siglo.
La tecnología se ha convertido en un catalizador para potenciar cambios que se despliegan en cuestión de meses y a lo largo del ancho mundo. Los celulares se han vuelto mucho más asombrosos (y democráticos) que las computadoras. Los clubes de vídeo son intangibles, completamente digitales. Los músicos han vuelto a vivir de sus conciertos y no de sus discos. Una monja que tocaba piano en un convento de Etiopía puede hacerse famosa en YouTube medio siglo después de poner sus dedos sobre las teclas. A un gato le hicieron un tórax, hay impresoras que producen objetos tridimensionales y desde el cielo merodean robots blancos que matan a distancia. Pero el BlackBerry ha dejado de ser cool y han regresado, como objetos ceremoniales, los discos de vinil.
El mundo parece estar por fin enterándose de que Canadá es fantástica, de que el desastre del clima tiene mucho que ver con el modo en que producimos y consumimos, de que nos estamos quedando sin pescado, de que la obesidad es un problema de salud pública y de que a la democracia hay que defenderla. En una súper máquina europea descubrieron la partícula de Dios. Tenemos una galería de close ups de Marte. Un maracucho está a cargo del MIT. Un mexicano es el hombre más rico del mundo y no es un narcotraficante. Woody Allen recordó cómo hacer buenas películas mientras lo olvidaba a su vez Francis Ford Coppola. Madonna finalmente perdió su mojo, desplazada por una mezcla de cantante pop y museo de arte contemporáneo llamada Lady Gaga. Gustavo Dudamel está llevando a la música clásica la experiencia del best seller global.
Y aquí en Venezuela, donde tanta gente dice que no pasa nada y que todo sigue igual, estamos entrando en un nuevo periodo histórico casi sin darnos cuenta.

miércoles, julio 18, 2012

Juan Bimba con gorra de reguetonero


La llamada viveza criolla es la versión local de un arquetipo presente en todas las culturas y que aquí expresa la triple polaridad entre una ley absurdamente rígida (velocidad máxima: 60 km/h), un poderoso ilimitadamente autoritario y un individuo que sólo cuenta con su ingenio para sobrevivir ante esas fuerzas.
La vida en este país está severamente intervenida por unos cuantos mitos que, a lo largo de una pila de generaciones, hemos tenido velándonos el raciocinio. 
Somos presas de una suerte de pensamiento que ayudan a entender por qué este país es esencialmente la misma guarandinga desde la Colonia. Son el mito de El Dorado, que nos dice que el país ya es rico y que la riqueza no necesita ser producida sino bien distribuida por un jefe compasivo y justo; el mito del indígena vengativo que alimenta el arquetipo del alzao; el de la bruja benévola que vela por nosotros; el que somos irreductiblemente bonchones; y el mito de Juan Bimba: aquel campesino analfabeta que emigró a la ciudad y fue salvado de la inanición por un partido que le dijo cómo pensar, cómo sentir, cómo vestirse, cómo comportarse. Un personaje que asociamos a los costumbristas y al AD de hace medio siglo, pero que sigue existiendo el imaginario del poder, aunque hoy use una gorra de reguetonero en lugar de un sombrero de paja.
O sea, las ideas fijas a las que nos hemos aferrado para hacernos un resumen rápido y funcional de quiénes somos, y que nos han alejado de una reflexión profunda sobre lo que deberíamos ser, así como de una vida independiente como individuos libres. Se ha forjado y difundido esas concepciones de nuestra identidad, cómo se manifiestan en la conducta de muchísimas personas, tanto anónimas como famosas, y cómo inciden en la economía, las relaciones interpersonales, el mundo del trabajo, el estado en el que Venezuela llegó al siglo XXI sin tomar de éste no mucho más que los smartphones, las redes sociales y la noticia de que a Gaddafi lo sacaron a patadas de una cloaca.
Creo que la mejor lección que da este libro es un cuento de los hermanos Grimm, en el que una muchacha con fama de inteligente se vuelve loca por pensar si es quien cree ser, en lugar de hacer el trabajo que le encomendaron. Es lo que concluye: en lugar de estar pegados década tras década en preguntarnos quiénes somos y en vincularnos de acuerdo con una u otra respuesta a esa pregunta, debemos relacionarnos en torno a lo que hacemos, lo que logramos, los problemas reales, tangibles. que nos dediquemos, de verdad, a resolver.

martes, julio 03, 2012

Repensar el consumo

http://www.thezigzagger.com/2012/02/17/plastic/

Los geólogos clasifican la historia del planeta en varios periodos, cada uno de los cuales ha dejado una capa característica de restos en la corteza del planeta. Los dinosaurios vivieron en la Era Mesozoica; nosotros, los Homo Sapiens, que andamos por aquí desde hace unos 200.000 años aunque apenas comenzamos a desarrollar agricultura y lenguaje hace 8.000, hemos vivido hasta ahora en la Era Cenozoica. Pero ahora hay científicos que dicen que el impacto que hemos dejado sobre este mundo es tan grande que hemos creado una nueva era geológica, por la magnitud de la capa de residuos que le hemos ido tatuando al suelo. A este nuevo periodo geológico lo llaman Antropocénico: el producido por la gente.
Estamos rodeados de objetos. Ni el más pobre de entre nosotros carece por completo de ellos. Desde el momento que nuestros antepasados formaron tribus, no hemos hecho sino pensar y trabajar para tener más y más cosas. Cosas que nos han permitido llegar hasta donde estamos, con lo malo y lo bueno que eso implica: cosas que han servido para construir Siena, para tocar "Natalia" y para facilitar el parto seguro de un bebé, pero también para arrasar una ciudad. Gracias a la capacidad de nuestra especie para diseñar y construir artefactos hemos adquirido un gran poder sobre este mundo; poder que, sin embargo, está lejos de ser absoluto y con el que sin duda se nos ha pasado la mano. Para dar un ejemplo, entre muchísimos disponibles, de esto último: en una zona del Océano Pacífico hay una mancha de basura plástica flotante que tiene más o menos el tamaño de Venezuela. 
Pero este ausnto de nuestra descontrolada afición por producir y acumular objetos también tiene una dimensión intangible. Una que algunos podrían llamar moral, otros ética; otros más, dirían que es asunto espiritual. Nuestra adicción a comprar y poseer cosas es común a todas las sociedades, pero en Venezuela la cosa es bastante grave. Dirán ustedes que ningún país consume más que Estados Unidos, y es verdad; pero nuestro problema no es Estados Unidos, somos nosotros.
No estoy en absoluto proponiendo que nos metamos a comunistas - líbreme el cielo - ni a nada parecido. De hecho, estos años de "socialismo" no han hecho sino incrementar el consumismo entre nosotros. Lo que digo es que tenemos que usar un poco más la cabeza antes de llevarnos la mano a la cartera para gastar lo que no nos sobra en algo que no necesitamos. Tenemos que pensar qué significa para nosotros el consumo. Pensar, por ejemplo, que no son los objetos los que nos definen como personas, sobre todo los que no necesitamos. 
Sé que es un tema viejo y complicado pero hoy en el 2012 esta a penas comenzando a aparecer el impacto de nuestro consumismo, e irá empeorando a medida que pasen los años. Sólo quiero invitar a pensar sobre eso aunque sea un poquito. Los objetos no son malos ni buenos por sí mismos. En unos cuantos casos, nos resultan hermosos y son expresión de sensibilidad, de trabajo, de progreso, de cosas buenas. Pero creo que podemos comprarlos mejor, escogerlos, poniendo la atención sobre la acumulación, el placer interno sobre el placer externo, la individualidad sobre la masificación.
Hay muchos entre nosotros, de distintos ingresos, cubiertos de marcas como un carro de Fórmula Uno y un gran negocio delincuencial ocupado en satisfacer un mercado de adictos.

domingo, abril 29, 2012

Apostando a un mejor país


Cuando llegue el momento de comenzar a reconstruir Venezuela, que está por cierto acercándose, momento en el que de paso tendremos que aprovechar para fajarnos porque el país empiece a ser todo lo bueno que debería ser, habrá que hacer una apuesta personal. No la harán todos, porque hay que gente que nunca entenderá, que nunca pondrá de su parte. Pero definitivamente muchos de nosotros tendremos que pasar del deseo a la propuesta y de la propuesta a la acción. Tendremos que hacer un abono cotidiano e individual porque las cosas sean mejores, aunque al principio no veamos un resultado de eso, aunque nadie nos lo agradezca y aunque una voz interior nos diga que todos los demás están comportándose como si lo colectivo no valiera la pena. 
 Es una cosa de tener fe, o mejor dicho de invertir en fe. Digo que hay que invertir en ella porque es como cuando uno quiere montar un negocio: uno no puede tener la certeza sobre si le va a ir bien o no, pero se arriesga con esos reales porque sabe que sin ellos el proyecto nunca podría arrancar. Lo mismo pasa con la vida en este país. Hay que hacer una inversión de confianza. Sobre todo, de confianza en los demás. Moderada, cautelosa, está bien, pero más confianza que la que hoy tenemos. 
Ésta es una sociedad de bajísima confianza. Hay que mejorar eso, y mucho. Casi nadie confía en los demás o confía demasiado poco. Esa desconfianza paraliza o inhibe que se hagan cosas pensando en el largo plazo y genera numerosos costos y obstáculos. El Estado desconfía de la población, la población del Estado, los padres de los hijos, las esposas de los esposos. Cunde la sospecha entre los compañeros de trabajo o de estudio, el “yo no quiero tener problemas contigo así que no te me acerques”, el “a mí el que me busca me encuentra”. Una sociedad a la defensiva difícilmente puede progresar. Y no es que no haya razones para estar alerta, pero hay que bajar las defensas para poder mirar alrededor. Con los sentidos acorazados y las armas en ristre no se puede convivir. 
Esa apuesta implicará, en ciertas ocasiones, dar un paso atrás. Cortar la espiral del insulto, la espiral de la agresión, la que se forma cuando uno responde al otro y éste a su vez debe superar la nueva afrenta con una peor, hasta que desaparece toda posibilidad de diálogo y sólo queda el combate. Acallar a última hora esa injuria que nos provoca soltarle al motorizado o al empleado del banco. Desactivar la bomba de tiempo que se nos despierta por dentro cuando creemos ver una provocación. Esto no es un campo de batalla, aunque a veces los parezca. Es un país. 
También tiene que ver con cumplir las normas, porque muchas veces no lo hacemos porque asumimos que más nadie lo hará y no queremos ser el único bolsa que se porta bien. Pero bueno, para reactivar los valores de la vida en común habrá que ser, ni modo, el único bolsa que se porta bien. Si los demás se saltan la luz del semáforo, no lo hagas tú. Si los demás no dicen buenos días cuando entran al ascensor, hazlo tú. En eso consiste esa inversión: pon lo tuyo y trabaja. Con toda seguridad, seguirá habiendo gente que pretenda vivir del esfuerzo de los demás. Pero quien es decente -¿se acuerdan de ese valor, la decencia?- hace lo que considera correcto al margen de lo que decidan los demás. 
Mientras más venezolanos hagan esa inversión, mientras más de nosotros nos atrevamos con esa apuesta, más rápido mejorará el ambiente de crispación y de agresividad en el que nos hemos acostumbrado a sobrevivir.

martes, febrero 14, 2012

Aprender a cocinar


A algunos les parecerá una tontería. Otros, estarán de acuerdo. A otros más les sonará a algo que tiene algún sentido pero que no es para ellos. Todo eso lo tengo claro, pero igual lo voy a soltar aquí: una de las mejores cosas que uno puede aprender en la vida -como los idiomas, como administrar bien el dinero, como amar- es a comer y a cocinar. El que aprende a cocinar adquiere numerosas ventajas para vivir mejor. Comerá más sano, comerá mejor, estará más cómodo en su casa, tendrá una vida afectiva más provechosa y, en el caso de Venezuela, estará un poco más protegido de los sinsabores del entorno que está más allá de la puerta de su hogar. 
Piénsenlo: si uno sabe cocinar, podrá manejar mejor los siempre limitados recursos en uno de los países donde la comida es más cara y donde hay tanta especulación a lo largo de la cadena, desde el mercado hasta el restaurante. Por mucho que hacer mercado es también muy costoso para nosotros, es mucho más barato que comer afuera. Segundo argumento: si uno sabe cocinar, comerá mejor con la pareja, la familia y los amigos, pasará más y mejor tiempo con ellos, tendrá una dimensión afectiva más rica porque pocas cosas son mejores vehículos para los buenos sentimientos que la buena comida. Tercer argumento: si un cuenta con una casa en la que pueda cocinar y comer con comodidad, pues mejor todavía: esa casa será un mejor refugio del tráfico, la inseguridad. la hostilidad, la mala atención y la vulgaridad.
No siempre se puede, claro. Es muy difícil para quien vive alquilado en un cuarto o vive solo. O para quien tiene limitaciones alimenticias. A veces uno trabaja todo el día en la calle o muy lejos de casa, y simplemente no hay manera de escaparse de eso. A veces toca todas esas situaciones a la vez.
Pero en el caso de la cocina, mientras más se se sabe más de posibilidades hay de encontrar soluciones para la circunstancia personal. Por supuesto, siempre llegará el momento en que uno quiera salir, y en nuestras ciudades hay unos cuantos lugares de distinto presupuesto donde vale la pena comer. Venezuela es, en general, un país donde se puede comer muy bien. No se trata de aislarse del todo, de abandonar el espacio público, de renunciar a convivir con los demás. Pero de que el entorno es hostil, lo es, por la delincuencia, por la inflación, por las dificultades de la movilidad, por la mala atención y las muchas posibilidades de pasar un mal rato con otro conciudadano.
Creo que es un esfuerzo que vale la pena. No sólo por lo que uno se ahorra o se evita, sino por lo que gana. Porque hay pocas cosas mejores que un desayuno venezolano los domingos, con caraotas, queso, aguacate, arepa y huevos. Comer bien en casa induce a la conversación, a conocerse, a compartir la existencia con la gente que más quieres. Si se ejerce un trabajo que implica pasar demasiado tiempo en la computadora, cocinar sirve además como terapia. Es conectarse un poco más intensamente con las cosas sencillas y buenas de la vida, con la sal que hay en el cilantro, con el milagro de la levadura en el agua tibia, con la luz dorada del aceite de oliva. Si uno aprende a cocinar, vive mejor. De eso sí estoy segura. Como de que vale la pena el esfuerzo que haya que hacer para volverlo posible.