viernes, julio 02, 2010

Esa pantalla omnipresente


Hace poco leí un artículo viejo de 1995 sobre las estadísticas de consumo cultural y medios de comunicación en América Látina. Me llama  la atención que se medía la cantidad de habitantes por equipo de radio o por equipo de televisión, igual que cuántos educadores o médicos había por cada 1.000 ó 100.000 personas. No sé cuál es la relación entre equipos de televisión y número de habitantes hoy en Venezuela, pero debe haber aumentado considerablemente a favor de los televisores.
En este país no sólo hay uno o más televisores en cada casa, por lo general, incluso en las muy humildes, sino también abundan en restaurantes, cafés, clínicas, agencias bancarias, laboratorios, bares, aeropuertos, terminales. Con cada mundial de fútbol o campeonato de béisbol, se multiplican. No importa que cuesten una fortuna o que gasten mucha electricidad: al parecer, tiene que haber una pantalla ahí, en esa pared, porque si no los clientes no se detendrán en el local o los usuarios se pondrán histéricos.
Cada vez que me toca recalar en una sala de espera donde hay televisores, cosa que me pasa con enorme frecuencia, siento que esa pantalla está puesta ahí para que los pasajeros, ususarios, clientes o ciudadanos no nos pongamos fastidiosos. O sea, para que nos mantengamos distraídos, absortos, y no se nos ocurra pararnos a preguntar cuándo carrizo nos van a atender, por qué no hay más personal trabajando, por qué un proceso en apariencia simple tiene que quitarnos medio día. Siento que nos están tratando como a esos niños hiperactivos -o simplemente niños- a quienes plantan frente a un televisor para que no anden por ahí haciendo preguntas, paseando por la casa, viviendo. Lo menos que siento es que esa pantalla es una consideración para con nosotrs, sino una versión moderna y a la escala del "pan y circo" de los emperadores romanos, un populismo en miniatura.
Será porque éste es un país que gira en torno al televisor. Su política, su publicidad, su mercado de la fama está ahí. Claro que es un rasgo de la modernidad presente en casi todas las naciones de de la tierra, pero da la impresión de que Venezuela es particularmente afecta a pensar que sólo lo que sale en la tele es la que vale. Ahí está la estética reguetonera de la gorrita terciada, los grandes lentes de sol y los carros envenenados que definen la juventud y la virilidad en un nuestras ciudades. Ahí están la masiva exhibición de piel y la anatomía de la voluptuosidad obligatoria que ordena cómo debemos ser las mujeres. Ahí están la grosería, la gritería, los placeres instantáneos y el dinero fácil que caracterizan la única ideología que de verdad parece conquistar a las mayorías.
Mi problema no es con la televisión por sí misma. Es un medio que respeto y que también disfruto cuando encuentro en él cosas de calidad, que las hay. Mi problema es con la dependencia de ella, con su omnipresencia, con su bombardeo de saturación. Con su papel en nuestra cultura del ruido, en nuestra historia contemporánea y en nuestro desdén por el conocimiento. Nos obligan a ver televisión, todo el tiempo, en casi todas partes. A que nos pongamos atención en lo que ocurre a nuestro alrededor y nos atemos a lo que ofrece la pantalla. Como muchachitos fastidiosos.

viernes, mayo 28, 2010

Tú me entendiste


Trata de corregir a alguien que dijo algo mal. Te saldrá, muy probablemente, con un arma defensiva rabiosamente venezolana: "Bueno, tú me entendiste". Te está diciendo con eso que igual te hiciste una idea general de lo que quería comunicarte, y que decirlo bien o mal, con faltas graves a las normas de la lengua o usando palabras con pleno desconocimiento de su significado, no es lo que importa.
Pero parte de una premisa falsa: que se ha llegado al objetivo de comunicarse aunque las palabras no hayan sido las mejores. Y eso no está en absoluto garantizado. Puede haber dicho algo bien diferente de lo que quería decir. Mi profesora de teatro del bachillerato llamaba a eso "vomitar el parlamento".
Fuera de esa manía nacional porque uno diga "buenas tardes" y no diga "buenos días" despues de las doce del mediodía, el qué digamos y cómo lo digamos no parece tener mayor relevancia entre nosotros. Usamos las palabras como billetes de valor variable, que en un momento quieren decir una cosa y al siguiente otra. Todo el tiempo se llama aquí "exóticas" a las mujeres morenas con rasgos africanos o indígenas, cuando son justamente las menos exóticas, la más comunes, y todo el mundo parece haberlo aceptado así: que una palabra haya sido invertida por completo en su significado porque a las mayorías les suena bien. Y es un caso entre cientos.
Es muy cómodo para algunos que manejamos el lenguaje con tanto descuido, como sino fuera en absoluto importante. Es muy cómodo para los mediocres y los necios, y también para los pillos. En la ambigüedad, se puede colar siempre la mala intención. Por eso el lenguaje legal es tan obsesivo con dejar las cosas claras-aunque en una jerga cargada de siglos de tradición, y por lo común oscura para los legos-, porque si no, se pueden cometer injusticias. Por eso es tan importante, también, escribir muy bien una Constitución Nacional.
Es típico de las mala épocas de una sociedad, de sus épocas de decadencia y de atraso, que las cosas pierdan su significado. Toda nuestra cultura parece haberse impregnado del síndrome del "bueno, tú me entendiste", desde la publicidad comercial hasta la propaganda política, desde los noticieros hasta los salones de clase. Nos aferramos a verbos que no existe, a malas traducciones de palabras en otros idiomas, a absurdas interpretaciones recientes de palabras que nos eran familiares. Todo por lucir más modernos, más cosmopolitas, qué sé yo. Como decían los andinos de hace un siglo, mas "fiznos".
No se trata de que todos seamos lingüistas. Se trata de que adquiramos el valor de pensar, hablar y escribir con la misma precisión con que debemos manejar los cubiertos o el volante del carro, con la misma atención con que sacamos cuentas en la calculadora o nos aprendemos las funciones de un smartphone. Sin precisión, no seguimos instrucciones y no resolvemos los problemas con la eficiencia que merecen. O sea, no progresamos. Mientras esté tan extendido entre nosotros ese desgano por un mínimo de exactitud al relacionarnos, gobierne quien gobierne, cueste lo que cueste el barril de petróleo, estaremos pegados en el mismo hueco. Si nos conformamos con que "exótica" signifique lo contrario, también puede hacerse lo mismo con "democracia" o con "justicia".

domingo, abril 04, 2010

El trabajo como valor


Lo que ha pasado en torno a nuestra relación con el trabajo en los últimos 10 años forma parte del núcleo de nuestros problemas no sólo económicos, sino también sociales, políticos y hasta psicológicos. En un proceso de decadencia nacional que bien podría describirse como la profundización sistemática y constante de todos nuestros defectos colectivos, muchísima gente se ha ido acercando más al negrito de El Batey que a las folklóricas imágenes de pescadores, arrieros y oficinistas de los típicos videoclips del Himno Nacional. Aquel viejo merengue dice que el trabajo, para él, es un enemigo, que se lo deja todo al buey. Pues bien, en una sociedad urbana donde casi no quedan bueyes, ese buey es el Estado, que ha tendido a intercambiar iniciativa individual por dependencia crónica; es el compañero que debe trabajar doble; o es el cliente, el usuario, el ciudadano al que se supone que se debe atender y servir, que termina haciéndose justicia por su propia mano, buscando algún "camino verde" o yéndose para no volver.

El trabajo es mucho más que una actividad que hay que emprender para obtener recursos con los que sobrevivir o progresar materialmente. Es una enorme fuente de relaciones con los demás: en el trabajo uno encuentra grandes amigos y, con suerte, hasta su gran amor. Es una poderosa herramienta de crecimiento personal, que te ofrece la invaluable oportunidad de aprender más, de ser abierto y flexible, de entender qué es la ética, de conocerte a ti mismo y de ser mejor persona. Y por eso, aunque nuestra idiosincrasia nos induce a identificarlo con la esclavitud, como una humillación, es en realidad una vía de libertad individual: sólo puede ser libre para vivir como quiere quien decide esforzarse por ganarse las cosas a punta de conocimiento y de tenacidad, respetando a los demás y a sí mismo. No se puede ganar libertad si se depende de la limosna de otros, si se carece de una fuente de ingresos propios. Eso que llamaban antes "realizarse" se consigue con trabajo, y éste no debe depender del capricho de otros que te venden empleo a cambio de que les des siempre la razón, como es tan común entre nosotros. Por eso es tan importante que el Estado no secuestre la iniciativa personal, ni que lo hagan tampoco esas corporaciones que apuestan a que todos sus empleados sean iguales, una masa uniformada que repite eslóganes y debe conformarse con obedecer.

Nunca como en estos años se ha hecho tan evidente el modo en que nuestra manera de ver el país como si fuera una mina, o más bien un pozo petrolero, impide que éste progrese. Porque el que mira el lugar donde vive como un sitio al que hay que extraerle toda la riqueza de la tierra y luego levantar campamento, no ahorra, no estudia, no construye. El trabajo es disfrute del presente y levantamiento de futuro, es fortalecimiento del espíritu y energía intelectual, es negociación con los demás, búsqueda de normas que nos sirvan a todos y producción de libertad, de ciudadanía y de paz. Mientras sigamos viéndolo como una condena por la expulsión del paraíso, como algo que nos somete a la voluntad de otros o como una tarea insoportable a la que hay que boicotear con innumerables recesos y postergaciones, no saldremos adelante. Hay mucho que hacer en esta sociedad para alejarla del abismo. Y hay que empezar por trabajar mejor, con gusto y con inteligencia.

viernes, abril 02, 2010

Desarraigándonos


La severa dislocación , el descoyuntamiento de Venezuela de los últimos años la cuenta de cuándo comenzó la fractura es personal, al igual que la evaluación de esos daños, si los hubo ha comenzado a producir en algunos de nosotros una sensación de exilio, de yo no soy de aquí, de yo no pertenezco a esto.

Una sensación que se nos clava en el pecho y que nos hace preguntarnos, mirando a nuestro alrededor, qué es ser venezolano. Y si ser venezolano es eso que uno ve en la calle, o en la televisión, o en la prensa. Si ser venezolano es lo que el "gobierno" llama ser patriota o ser bolivariano. O es burlarse de toda norma. O es negarse a toda reflexión, a toda duda, a todo enfrentamiento con los muchos enigmas que nos tira la realidad a la cara, aunque tratemos de ver hacia otro lado. Si ser venezolano es sumergirse en el creciente río de gente que ha aceptado formar parte de la gran complicidad en cuanto a profundizar nuestros defectos colectivos.

Es algo más que la reclusión voluntaria, por cansancio del mundo exterior o por miedo a la inseguridad. Es la dolorosa vivencia de quien ha tenido que dejar su tierra y ha empezado a vivir entre extraños, ante un idioma que apenas comprende, ante un montón de reglas y de códigos que todavía no domina. Es comenzar a sentirse un exiliado sin haber salido de aquí, sin haber dado el paso que otros están dando: encaramarse en un vuelo internacional sin pasaje de regreso.

Sé que una vez más me insultarán los nacionalistas de escapulario y los que se creyeron Venezuela heroica, pero lo que me importa es que ustedes me entiendan. Intentaré explicarme: no es que a nosotros, los que nos estamos desarraigando, nos estén dejando de gustar las arepas o el queso Palmizulia. Nada que ver con eso. Ni que hayamos botado nuestros discos del Ensamble Gurrufío o nos haya cambiado el acento.

El problema va por otro lado: los valores. El conservarlos, el no poder convivir con los miles de tipos que los amenazan y que se burlan de ellos. Va por el lado del paisaje: parte del entorno físico de nuestra infancia o adolescencia ha sido demolido o contaminado hasta lo irreconocible. Nos cuesta mucho tomar la decisión de ir a una playa para verla en el estado en que está y someternos al clima de violencia que impera en la cola y en la arena. El problema es que nos criaron para una Venezuela que ya casi no encontramos por ninguna parte, salvo en nuestra memoria. Y esa Venezuela anterior, ese pequeño país nuestro, no estaba exento de mentiras ni de injusticias, no era ninguna Dinamarca, pero sin duda era preferible a este interminable reguetón, a esta siniestra adivinanza, a esta ruleta rusa.

Nos cambiaron todo, desde el escudo hasta la cédula, desde el billete de cinco hasta el reloj de La Previsora, el presupuesto personal, el simple hecho de tomarse un café con azúcar y leche. De paso, nos insultan, cada día, sin falta, en todos los periódicos, en los semáforos, en la cola del banco.

Y nos dicen, oficialmente: "Si no les gusta, que se vayan". Pero resulta que si ya no somos de aquí, tampoco somos de ninguna otra parte. No tenemos otra nacionalidad ni otro léxico. El país que al parecer perdimos era el único que teníamos. Ya no tenemos raíces: se las comieron las termitas, las cercenó una inundación. Estamos desarraigados, o en trance de serlo.

martes, febrero 02, 2010

apoyo a nerds


No todo es reguetonero machista y anoréxica orgullosa de su estupidez. No todo puede ser Daddy Yankee y Paris Hilton. La gente enormemente inteligente, aunque torpe y poco sexy, también está de moda. Sobre todo en Estados Unidos, donde el concepto de nerd tomó su forma, donde la nerdería la nerdness es una cultura y un mercado, y donde la producción de conocimiento que hace a ese país tan poderoso corre por cuenta, en muchos casos, de los nerds. The Big Bang Theory, una de las comedias televisivas más populares del mundo en este momento y que se ve mucho en Venezuela, es una celebración del universo nerd; uno de sus personajes principales, por cierto, viene de un país que está cambiando muchísimo gracias a un crecimiento económico basado en gran parte en producir miles de nerds en sus universidades cada año, India. Una historia agridulce y divertidísima sobre un nerd incorregible, La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Díaz, ganó el premio Pulitzer en 2008. Películas de culto como Juno y Napoleon Dynamite o muy comerciales como Superbad reivindican no sólo la posibilidad que tienen los adolescentes tímidos y estudiosos de encontrar el amor o de salir de la soledad, sino también su derecho a ser diferentes, a no dejarse aplastar por el conformismo o la brutalidad de las mayorías.

Claro, eso es allá. Aquí, la verdad, es difícil decir que se premie al conocimiento o se respete la inteligencia, y menos ahora. Los distintos autoritarismos necesitan tener enfrente a cerebros débiles y manejables, no a mentes críticas e independientes que insisten en tener criterio propio sobre las cosas y en aprender continuamente para ser mejores. Los nerds no van mucho a los malls ni se alistan en las milicias. A ellos les gusta que los dejen en paz con sus juegos de rol, sus computadoras, sus libros y sus películas. Un nerd, pese a lo pedante que puede ser, es un libertario que quiere vivir y dejar vivir a los demás, que intenta proteger su habitación para que no se le meta la bulla de la bailoterapia o los insultos del tráfico. Un nerd quiere poder ver una película y vestirse como le parezca sin que nadie se meta en su vida. Cuida su libertad tanto como abarrota su cerebro de información que a los otros puede parecerles inútil. Por tanto, en un país como el nuestro, también el nerd tiene las cosas difíciles.

Pero cómo serían las cosas de distintas si aquí no sólo se les respetara más sino que se les apreciara y convocara, si se les escuchara. Si aquí hubiera también una gran rebelión nerd, una "venganza de los nerds", para invocar aquella tonta pero entrañable película de los años 80. Creo que no nos haría nada mal tener un poquito de nerdería, como sociedad. Sólo con grandes sonrisas, con chistes de doble sentido y con bailar bien no se progresa demasiado, ¿verdad? La pobreza no se resuelve con sex appeal. La economía no va a avanzar porque vayamos a sacar "papa" en un gimnasio o ponernos curvas en un quirófano. Ganar concursos de belleza no incide en el PIB ni en el Índice de Desarrollo Humano de la UNESCO. Podremos ser los más populares de la clase, pero si seguimos sacando tan malas notas nos vamos a quedar repitiendo el mismo curso por siempre. Persiguiendo la inteligencia una generación tras otra, una bonanza petrolera tras otra, sólo conseguimos hundirnos más.

¡Nerds de Venezuela, uníos!

domingo, enero 31, 2010

incertidumbre


¿En qué consiste esta incertidumbre? Parece ser tan omnipresente que uno no puede ni determinar dónde empieza y dónde termina. Ni siquiera es fácil explicarla, no digamos escribir sobre ella.

Pero es una característica central de la vida en Venezuela en este momento, aunque podría decirse con razón que todo el mundo está sumido en ella.

Sin embargo, éste debe ser ahora uno de los países más inciertos del planeta: no sabemos exactamente cuántos somos, cuánto petróleo vendemos ni qué se hace con esa plata. No sabemos cómo hacer para ahorrar, para invertir, para pensar a mediano o largo plazo. No sabemos cómo convertirnos en independientes, en emprendedores, en dar el siguiente paso del progreso; ni cómo crear un entorno verdaderamente seguro para nuestros seres queridos; ni cómo hallar el modo de vivir sin conseguirse problemas con un Estado que nos considera enemigos o con un sector privado al que la psicosis de supervivencia ha vuelto en muchos casos más agresivo y avaricioso.

Todo horizonte se nos ha enturbiado, ensombrecido, tanto el del futuro como el del pasado.

Tenemos sobre nosotros tantas mentiras y rumores que no alcanzamos ni a ver con claridad el mismísimo presente. De hecho, la misma incertidumbre nos ha volcado a medidas desesperadas, como a creer en especies sin ningún fundamento que nos llegan por e-mail en lugar de a una pieza periodística bien sustentada. O nos dejamos llevar por la fantasía infantil de que el pasado ­al que por otra parte hemos idealizado, olvidando deliberadamente lo malo que también tenía­ puede en un buen día restaurarse intacto; esa ensoñación late bajo esa frase común de que vivimos una pesadilla, tras la cual despertaremos para seguir viviendo como si nada. Pero no; tristemente, como en el famoso minicuento de Monterroso, cuando despertemos el dinosaurio todavía estará allí. El país cambió, irremediablemente, aunque no podemos todavía saber cuánto.

Llegará, porque siempre llega, una época en la que se despeje la humareda y podamos distinguir con nitidez el paisaje que tenemos por delante.

Podremos entonces diseñar un presupuesto familiar, abrir una empresa, estudiar con ganas, planificar algo, cualquier cosa, a cualquier nivel.

Hasta entonces, hasta que arriben esos días en que tendremos que pagar la certeza con las malas noticias que significará darse cuenta del estado en que quedó Venezuela tras estos largos años de más pérdidas que ganancias, no nos queda sino vivir en la incertidumbre. Ser como esas monedas chinas, cuadradas por dentro (el mandato taoísta de la rigidez moral) y redondas por fuera, capaces de adaptarse y de rodar en cualquier condición. Tendremos que ser flexibles e inteligentes, pacientes y despiertos, enormemente cautelosos. De nada nos servirá empeñarnos en creer que las cosas no están cada vez peor. Pero sí nos hará bien tener presente que nada dura para siempre, que algunos misterios al final se resuelven, que los grandes mentirosos eventualmente pierden la voz y que, si uno ha podido resguardar dentro de sí lo más valioso de la sensibilidad y la cordura, podrá contar con que será capaz de prosperar en cualquier entorno ­o lugar­ mejor que éste.

viernes, enero 29, 2010

sans espoir



Lo han notado nuestros padres, parientes y profesores universitarios: esa masiva desesperación que manifestamos los jóvenes por dejar el país apenas nos gradúemos. Desesperación que en muchos casos es compartida por nuestros padres, hartos de la inseguridad. Y pueden entender las razones que tenemos para sentirnos así. Pero no deja de ser alarmante que precisamente nosotros, en esta edad en que solemos creer que cualquier cosa es posible y que el mundo nos pertenece, que tenemos tanta energía y menos responsabilidades que los que somos mayores, hayamos decretado el fin de este país.

Claro, no somos todos. Deben haber unos cuantos que no piensan en eso, que en realidad no piensan mucho. Y conocemos también a los luchadores del movimiento estudiantil que han intentado inyectarle al resto de la sociedad la idea de que sí se pueden mejorar las cosas. No obstante, el número de venezolanos entre 18 y 25 años que consideramos que Venezuela no va para ningún lado, o para ningún lado bueno, y que en lo que a nosotros nos concierne lo único que se nos ocurre es tratar de emigrar, debe ser bastante alto. No tengo una cifra que publicar aquí, pero no creo estar exagerando. Sean cuantos sean, al parecer son muchísimos.

Algo muy hondo se debe haber roto en esta sociedad para que se nos esté ocurriendo eso. Porque unos cuantos de nosotros sumidos en la desesperanza precoz somos talentosos, aplicados e ingeniosos. Somos gente con valores, obligada a madurar por la fuerza ante la violencia y el miedo, que no dejo de pensar en las ideas de qué puedo hacer una vez tenga mi título en la mano, y que muchas veces trasmito repugnancia por todo lo que me rodea, en casa, en el aula de clases, en la calle, en la televisión.

He visto ancianos a los que no les queda mucha vida con más optimismo que nosotros. En las colas de votación, por ejemplo. Hasta en la generación alrededor de mis papás, traumatizada por el intenso declive nacional que ha podido atestiguar desde los años 80 para acá, tiende a tratar de matizar el alcance de los daños.

Pero mis panas y yo no conocimos el país anterior a 1989, y ya tenemos demasiadas ganas de tirar la toalla por esto. No doy ni medio. Mis papas, los que llegaron antes, pueden al menos recordar un país mejor y confiar en que no se haya perdido del todo; yo no confío.

Así que renuncio a seguir esperando. No quisiera desperdiciar mi juventud aquí.

Y mientras tanto, hay quien nos dice que, bueno, si no nos gusta esto, que nos larguemos, que aquí nadie nos quiere. Quien se nos ríe en la cara, que no sabemos nada, que este país está lleno de oportunidades para quien las sabe aprovechar. Hay quienes nos escuchan como las únicas voces intáctas, las únicas conciencias puras e incontaminadas, y nos asignan un papel de oráculos que no queremos, pero mientras estémos en Venezuela lo asumimos. Y hay quienes nos persigue y nos caza.

Pero qué duro es oír a mis panitas hablar así. Verlos ir a clases con ese desgano, o trabajar de mala gana. Qué duro es verlos desarraigados. Una generación de desesperanzados. Una generación que ya renunció. Aunque estén haciendo música o graffiti, aunque estén aprendiendo lo que quieren aprender y viendo cómo hacer salir sus talentos. En una nación demográficamente joven, hay demasiados jóvenes que queremos crecer en otra parte. Algo muy malo debe estar ocurriendo aquí. Algo que no se puede ocultar.

jueves, enero 07, 2010

31 en Tucacas


"Recibí" 2010, como solemos decir, en la posada de Rene en Tucacas, oyendo con parte de mi gente viejos números de La Sonora Matancera y explosiones de pólvora, sin ponernos de acuerdo sobre cuál de nuestros relojes debíamos seguir.
Alrededor de esa posada sabemos que estamos en un pueblo violentamente contradictorio, todo una representación física y social de lo que es Venezuela.
Entre las calles - que cuando no son de tierra son de asfalto quebrado y descolorido - se alzaban frente al mar edificios en los que abundan apartamentos de un cuarto de millón de dólares, de gente que sólo se mete al pueblo a comprar hielo y empanadas, antes de abordar sus yates en las marinas cercanas, embarcaciones que en los cayos compiten no sólo en tamaño, sino también con el volumen del reguetón que sale de sus cornetas.
Esas viviendas vacacionales se comprar y se venden en un pueblo donde prácticamente no hay policía y donde hay asesinatos cada semana. Un pueblo con mucha gente refugiada en lo que fueron prósperos hoteles para la clase media y donde los negocios de comida son asaltados, a plena luz del día, con una frecuencia exasperante. Tucacas tiene sus médicos cubanos, sus malandros, sus pequeños empresarios y sus dramas sanitarios como cualquier barrio de Caracas. Sólo que todo esto está a metros del lujo y del despilfarro, a orillas de un mar que trae brisa como trae contaminación, la que le vierten a él desde las costas cercanas. Hay mucho dinero en Tucacas, pero casi ningún desarrollo. La electricidad va y viene, las inundaciones lo han aislado del país y lo han sumergido en agua maloliente, la inseguridad lo tiene aterrado. 
Pero junto a todo eso, estaba también la belleza. Esa ligazón entre injusticia y hermosura que es tan característica de esta región del mundo. Tucacas está ahí gracias a esa joya del Caribe que es el parque nacional Morrocoy, que sobrevive gracias al esfuerzo de unos pocos -funcionarios y trabajadores locales- y pese a la presión de todos los demás. Hace siglos que vive gente en esa costa -en la que Conquista flechaban ahí mismo a los adelantados españoles- pero son esos cayos y esos manglares los que hacen el lugar tan valioso. Esa última noche de 2009, los albatros tijereta y los alcatraces se escondieron durante el crepúsculo en los árboles del morro antes de que se propagaran las explosiones, planeando transversalmente entre las masas de viento que venían del mar. Y cuando se acercaba la medianoche, subió el vallenato desde la casas de bloque, se intensificó la música de Los Melódicos en el complejo de apartamentos donde celebraban una fiesta común, y se multiplicó en el cielo variable, con nubes rápidas que de vez en cuando nos salpicaban de llovizna, la nube de relámpagos de colores, racimos de estrellas artificiales y ráfagas de truenos chinos que la gente encendía en los patios, las aceras y las terrazas.
Unos cuantos encendieron grandes globos de papel. A medida que se calentaban sus atmósferas interiores, subían por los costados de los edificios hasta que los superaban en altura, y entonces el viento de la playa los metía tierra adentro, hacia la ciénaga a oscuras. Los globos avanzaban un par de kilómetros y luego perdían altura, como preguntas que no encontraban respuesta. Llegaba 2010 con todas sus interrogantes y el mar rugía despacio, siempre por su cuenta, ajeno a sus vecinos humanos y sus problemas, sus malas decisiones, sus miedos y sus esperanzas.

sábado, enero 02, 2010

feliz año 2010

No sé, no veo cómo decir que 2009 fue un año bueno para Venezuela. Fue seco y caluroso, incluso en diciembre. Fue más conflictivo que los anteriores, más tenso, más violento, con una notable contracción económica y una también muy evidente pérdida de libertad y de calidad de vida.

Nuestra capital no pudo salvarse más de los apagones y los racionamientos de agua que tenía tiempo sufriéndose en el interior, y esta provincia, a su vez, copia cada vez más la inseguridad y el tráfico de la capital. Por desgracia, en 2009, en general, se profundizaron nuestros problemas nacionales y nuestros defectos como sociedad: más ruido, más sinrazón, más mentiras, más abuso y más devastación moral.

Dicen las encuestas al menos las que han caído en mis manos que la mayor parte de la población ya no cree en nadie ni veo que vayamos por buen camino. Pero unos cuantos tenemos la sensación de que hay muchos bastante conformes, o al menos indiferentes, con el modo en que se encuentra el país. Esa sensación nos produce una dolorosa orfandad, por no decir desarraigo, desconexión. Unos cuantos sentimos que ya no podemos reconocer el país en el que nacimos y nos criamos, que no lo entendemos, que no nos escucha. Y que este país que nos formó ahora nos resulta impredecible y hostil.

Creo que recordaré 2009 como el año del exilio interno y externo, y el año en que muchísima gente (mas que en otros años) preguntaron a mis padres si no pensaban en irse. El año de Twitter, de las idas de agua y luz, de muchas noticias buenas y malas. Un año de frustración y de desesperanza en lo que concierne a los asuntos colectivos, en el que no obstante vi todavía muchos esfuerzos individuales por salir hacia delante, incluso en la cultura y en los medios, que tantos golpes sufrieron. Probablemente sea un año de transición, en el que algo ha empezado a cambiar. Pero no tengo idea de en cuál dirección se ha hecho ese cambio.

Creo que son tiempos en que uno debe tomar decisiones importantes, hacerse preguntas que nunca se ha hecho, buscar dentro de sí la humildad, la valentía y la claridad que tanto cuesta encontrar fuera. Creo que hay que reunirse con los más cercanos y hablar de lo que nos pasa. Revisar las prioridades. Proteger, como a una rara flor de invernadero, la decencia.

Los tiempos mejores que estamos esperando no parecen estar a la vuelta de la esquina, así que hay que ser fuertes, disciplinados y atentos. Mi deseo es que usemos un poco más la cabeza, que gritemos menos, toquemos menos la corneta y pongamos más atención. Que contemos hasta diez antes de reaccionar y que tratemos, una vez más, de ponernos en lugar del otro. Mi deseo es que este año abramos más los ojos y los oídos, que aprendamos aceptación y flexibilidad, que no nos caigamos a cobas. A lo mejor así logramos que 2010 sea mejor que 2009. Ojalá.