viernes, julio 02, 2010

Esa pantalla omnipresente


Hace poco leí un artículo viejo de 1995 sobre las estadísticas de consumo cultural y medios de comunicación en América Látina. Me llama  la atención que se medía la cantidad de habitantes por equipo de radio o por equipo de televisión, igual que cuántos educadores o médicos había por cada 1.000 ó 100.000 personas. No sé cuál es la relación entre equipos de televisión y número de habitantes hoy en Venezuela, pero debe haber aumentado considerablemente a favor de los televisores.
En este país no sólo hay uno o más televisores en cada casa, por lo general, incluso en las muy humildes, sino también abundan en restaurantes, cafés, clínicas, agencias bancarias, laboratorios, bares, aeropuertos, terminales. Con cada mundial de fútbol o campeonato de béisbol, se multiplican. No importa que cuesten una fortuna o que gasten mucha electricidad: al parecer, tiene que haber una pantalla ahí, en esa pared, porque si no los clientes no se detendrán en el local o los usuarios se pondrán histéricos.
Cada vez que me toca recalar en una sala de espera donde hay televisores, cosa que me pasa con enorme frecuencia, siento que esa pantalla está puesta ahí para que los pasajeros, ususarios, clientes o ciudadanos no nos pongamos fastidiosos. O sea, para que nos mantengamos distraídos, absortos, y no se nos ocurra pararnos a preguntar cuándo carrizo nos van a atender, por qué no hay más personal trabajando, por qué un proceso en apariencia simple tiene que quitarnos medio día. Siento que nos están tratando como a esos niños hiperactivos -o simplemente niños- a quienes plantan frente a un televisor para que no anden por ahí haciendo preguntas, paseando por la casa, viviendo. Lo menos que siento es que esa pantalla es una consideración para con nosotrs, sino una versión moderna y a la escala del "pan y circo" de los emperadores romanos, un populismo en miniatura.
Será porque éste es un país que gira en torno al televisor. Su política, su publicidad, su mercado de la fama está ahí. Claro que es un rasgo de la modernidad presente en casi todas las naciones de de la tierra, pero da la impresión de que Venezuela es particularmente afecta a pensar que sólo lo que sale en la tele es la que vale. Ahí está la estética reguetonera de la gorrita terciada, los grandes lentes de sol y los carros envenenados que definen la juventud y la virilidad en un nuestras ciudades. Ahí están la masiva exhibición de piel y la anatomía de la voluptuosidad obligatoria que ordena cómo debemos ser las mujeres. Ahí están la grosería, la gritería, los placeres instantáneos y el dinero fácil que caracterizan la única ideología que de verdad parece conquistar a las mayorías.
Mi problema no es con la televisión por sí misma. Es un medio que respeto y que también disfruto cuando encuentro en él cosas de calidad, que las hay. Mi problema es con la dependencia de ella, con su omnipresencia, con su bombardeo de saturación. Con su papel en nuestra cultura del ruido, en nuestra historia contemporánea y en nuestro desdén por el conocimiento. Nos obligan a ver televisión, todo el tiempo, en casi todas partes. A que nos pongamos atención en lo que ocurre a nuestro alrededor y nos atemos a lo que ofrece la pantalla. Como muchachitos fastidiosos.