lunes, marzo 30, 2015

La teoría de la ventana rota

En los años 80, había unos 2.000 homicidios por año en la ciudad de Nueva York y su sistema de transporte subterráneo, el subway, estaba sumido en el caos, con incendios casi a diario, descarrilamientos frecuentes, retrasos permanentes, un intenso vandalismo y un montón de gente saltándose los torniquetes para usar el Metro sin pagar. 

El sistema estaba sucio, brindaba un servicio de pésima calidad y era más un escenario para la indigencia y el delito (y un tema para el abundante cine de denuncia de los 70 y 80) que una solución para la ciudad. Cada uno de los 6.000 vagones que tenía el subway en 1984 estaba cubierto de graffitti. 

Había una epidemia de crimen en Nueva York y el subway era reflejo del estado en que el que estaba la metrópolis. Hasta que en 1990 la criminalidad subió a los mayores niveles en décadas y justo después comenzó a decaer rápidamente. Para finales de la última década del siglo XX, los asesinatos en “la capital del mundo” habían descendido en 75% y en la misma proporción lo hicieron los delitos en el subway. ¿Cómo lo lograron? 

Pues con medidas caracterizadas por la inteligencia, la baja violencia policial y la transformación del entorno urbano, algo que comenzó bajo tierra y luego se extendió por la superficie, y que popularizó la llamada teoría de la ventana rota. 

Dos criminólogos, James Q. Wilson y George Kelling, llegaron a la conclusión de que el abandono del paisaje citadino, el ambiente de anarquía y deterioro físico que produce el mal gobierno de una ciudad, inducen a que más gente cometa crímenes: si en una calle una ventana se rompe y nadie la repara, muchos de los que pasen por ahí asumirán que nadie está a cargo, que nadie es responsable de que las cosas estén en orden, y que un hurto o algo peor pueden entonces cometerse sin que haya una sanción. 

Esa primera ventana rota puede causar una epidemia: más ventanas rotas, más vehículos inservibles varados en las aceras, más ascensores que no funcionan, más parcelas en las que se refugian los indigentes o se consumen drogas. Por tanto, más criminalidad y una drástica reducción de la calidad de vida de quienes viven, trabajan, estudian o circulan por la zona. La desidia llama al vandalismo y éste al delito, primero al de menor gravedad, luego al más pernicioso. 

Un nuevo jefe del subway nombrado en 1984, David Gunn, recibió el mandato de llevar a la realidad la teoría de la ventana rota, y lo hizo en principio con una guerra al graffitti vandálico. Durante seis años organizó un método para limpiar y repintar cada vagón, sin descanso, con el objetivo no sólo de tener los trenes impecables, sino de desalentar a los tenaces y rápidos muchachos de los aerosoles. Y en 1990 la autoridad del tránsito contrató a William Bratton, otro creyente en la teoría de la ventana rota, para que dirigiera la policía del subway. Así como Gunn atacó primero al graffitti, Bratton lo hizo primero con el hábito de entrar al sistema sin pagar. Puso policías de civil en las estaciones donde más gente saltaba los torniquetes y adaptó un autobús como comisaría ambulante. Los agentes empezaron a arrestar a cientos de personas que pretendían usar el metro gratis, y entre ellos había muchos con armas, drogas, antecedentes penales. Hizo saber que no habría más impunidad para saltarse el torniquete y así empezó a transmitir orden y a reducir, dramáticamente, el delito en el subterráneo. El torniquete gratis era la ventana rota. 

Bratton fue nombrado jefe de policía de la ciudad en 1994, por el nuevo alcalde, el polémico Rudolph Giuliani, y extendió a la metrópoli la filosofía que aplicó en el subway. La policía fue liberada de las medidas que le impedían castigar a quienes orinaban en la vía, circulaban entre los automovilistas pidiendo dinero o rompían mobiliario urbano. Atacar al delito menor, el que daña la ciudad cotidianamente y el que practican más personas, invirtió la espiral de deterioro. La lección de esta historia es clara. Un entorno urbano bien gestionado, cuidado por su gobierno y por sus usuarios, inhibe la inseguridad. Una ventana rota que no se repara deja entrar el viento de las malas noticias.

sábado, marzo 28, 2015

Percebes o lechugas o taburetes

El titular no podía ser más triste para quienes pasamos ratos magníficos en esos establecimientos: “Cada día cierran dos librerías en España”. El reportaje de Winston Manrique incrementaba la desolación: en 2014 se abrieron 226, pero se cerraron 912, sobre todo de pequeño y mediano tamaño. Las ventas han descendido un 18% en tres años, pasándose de una facturación global de 870 millones a una de 707. La primera reacción, optimista por necesidad, es pensar que bueno, que quizá la gente compra los libros en las grandes superficies, o en formato electrónico, aunque aquí ya sabemos que los españoles son adictos a la piratería, es decir, al robo. Nadie que piratee contenidos culturales debería tener derecho a indignarse ni escandalizarse por el latrocinio a gran escala de políticos y empresarios. “¡Chorizos de mierda!”, exclaman muchos individuos al leer o ver las noticias, mientras con un dedo hacen clic para choricear su serie favorita, o una película, o una canción, o una novela. “Quiero leerla sin pagar un céntimo”, se dicen. O a veces ni eso: “Quiero tenerla, aunque no vaya a leerla; quiero tenerla sin soltar una perra: la cultura debería ser gratis”.

Pero el reportaje recordaba otro dato: el 55% no lee nunca o sólo a veces. Y un buen porcentaje de esa gente no buscaba pretextos (“Me falta tiempo”), sino que admitía con desparpajo: “No me gusta o no me interesa”. Alguien a quien no le gusta o no le interesa leer es alguien, por fuerza, a quien le trae sin cuidado saber por qué está en el mundo y por qué diablos hay mundo; por qué hay algo en vez de nada, que sería lo más lógico y sencillo; qué ha pasado en la tierra antes de que él llegara y qué puede pasar tras su desaparición; cómo es que él ha nacido mientras tantos otros no lo hicieron o se malograron antes de poder leer nada; por qué, si vive, ha de morir algún día; qué han creído los hombres que puede haber tras la muerte, si es que hay algo; cómo se formó el universo y por qué la raza humana ha perdurado pese a las guerras, hambrunas y plagas; por qué pensamos, por qué sentimos y somos capaces de analizar y describir esos sentimientos, en vez de limitarnos a experimentarlos.

El que no lee acepta estar en el mundo que le ha tocado en suerte como un animal.

A ese individuo no le provoca la menor curiosidad que exista el lenguaje y haya alcanzado una precisión y una sutileza tan extraordinarias como para poder nombrarlo todo, desde la pieza más minúscula de un instrumento hasta el más volátil estado de ánimo; tampoco que haya innumerables lenguas en lugar de una sola, común a todos, como sería también lo más lógico y sencillo; no le importa en absoluto la historia, es decir, por qué las cosas y los países son como son y no de otro modo; ni la ciencia, ni los descubrimientos, ni las exploraciones y la infinita variedad del planeta; no le interesa la geografía, ni siquiera saber dónde está cada continente; si es creyente, le trae al fresco enterarse de por qué cree en el dios en que cree, o por qué obedece determinadas leyes y mandamientos, y no otros distintos. Es un primitivo en todos los sentidos de la palabra: acepta estar en el mundo que le ha tocado en suerte como un animal –tipo gallina–, y pasar por la tierra como un leño, sin intentar comprender nada de nada. Come, juega y folla si puede, más o menos es todo.

Tal vez haya hoy muchas personas que crean que cualquier cosa la averiguarán en Internet, que ahí están los datos. Pero “ahí” están equivocados a menudo, y además sólo suele haber eso, datos someros y superficiales. Es en los libros donde los misterios se cuentan, se muestran, se explican en la medida de lo posible, donde uno los ve desarrollarse e iluminarse, se trate de un hallazgo científico, del curso de una batalla o de las especulaciones de las mentes más sabias. Es en ellos donde uno encuentra la prosa y el verso más elevados y perfeccionados, son ellos los que ayudan a comprender, o a vislumbrar lo incomprensible. Son los que permiten vivir lo que está sepultado por siglos, como La caída de Constantinopla 1453 del historiador Steven Runciman, que nos hace seguir con apasionamiento y zozobra unos hechos cuyo final ya conocemos y que además no nos conciernen. Y son los que nos dan a conocer no sólo lo que ha sucedido, sino también lo que no, que con frecuencia se nos aparece como más vívido y verdadero que lo acaecido. Al que no le gusta o interesa leer jamás le llegará la emoción de enfrascarse en El Conde de Montecristo o en Historia de dos ciudades, por mencionar dos obras que no serán las mejores, pero se cuentan entre las más absorbentes desde hace más de siglo y medio. Tampoco sabrá qué pensaron y dijeron Montaigne y Shakespeare, Platón y Proust, Eliot, Rilke y tantos otros. No sentirá ninguna curiosidad por tantos acontecimientos que la provocan en cuanto uno se entera de ellos, como los relatados por Simon Leys en Los náufragos del “Batavia”, allá en el lejanísimo 1629. De hecho ignora que casi todo resulta interesante y aun hipnotizante, cuando se sumerge uno en las páginas afortunadas. Es sorprendente –y también muy deprimente– que un 55% de nuestros compatriotas estén dispuestos a pasar por la vida como si fueran percebes; o quizá ni eso: una lechuga; o ni siquiera: un taburete.

viernes, marzo 20, 2015

Contra la superación

Los medios de comunicación mundiales se dedican a alentar que la gente se ponga gratuitamente en peligro


Nos sirvieron las imágenes hasta en la sopa, una y otra vez, en todos los canales de televisión, y, con su habitual manía retrospectiva, las acompañaron de otras escenas similares del pasado, de archivo. Todo ello con grandes elogios hacia los pobres desgraciados que las protagonizaban. Una cosa es que haya individuos tercos y masoquistas, que atentan indefectiblemente contra su salud (son muy libres), que buscan procurarse un infarto o una ataxia, jaleados además por una multitud sádica que goza con su sufrimiento, que gusta de ver reventar a un semejante sobre una pista, en un estadio. Otra cosa es que todos los locutores y periodistas habidos y por haber ensalcen la “gesta” y fomenten que los espectadores se sometan a destrozos semejantes; que los inciten a imitar a los desdichados (tirando a descerebrados) y a echar en público los higadillos, eso en el más benigno de los casos. 

Lo que provocaba la admiración de estos comentaristas daba verdaderas lástima y angustia, resultaba patético a más no poder. Una atleta groggy, que no podía con su alma ni con sus piernas ni con sus pulmones, se arrastraba desorientada, a cuatro patas y con lentitud de tortuga, para recorrer los últimos metros de una maratón o “media maratón” y alcanzar la meta por su propio pie (es un decir). Se la veía extenuada, deshecha, enajenada, con la mirada turbia e ida, los músculos sin respuesta alguna, parecía una paralítica que se hubiera caído de su silla de ruedas. Y, claro, no sólo nadie le aconsejaba lo lógico (“Déjalo ya, muchacha, que te va a dar algo serio, que estás fatal; túmbate, toma un poco de agua y al hospital”), sino que sus compañeras, los jueces, la masa –y a posteriori los locutores– miraban cómo manoteaba y gateaba penosamente y la animaban a prolongar su agonía, con gritos de “¡Vamos, machácate, tú puedes! ¡Déjate la vida ahí si hace falta, continúa reptando y temblando hasta el síncope, supérate!” Y ya digo, a continuación rescataban “proezas” equivalentes: corredores mareados, que no sabían ni dónde estaban, vomitando o con espumarajos, las rodillas castañeteándoles, el cuerpo entero hecho papilla, víctimas de insolación, sin sentido del equilibrio ni entendimiento ni control de su musculatura, desmadejados y lastimosos, todos haciendo un esfuerzo inhumano ¿para qué? Para avanzar un poco más y luego poder decir y decirse: “Llegué al final, crucé la meta, pude terminar la carrera”. 

Y no, ni siquiera eso es verdad. Alguien que va a rastras no ha terminado una carrera, es obvio que no ha podido llegar, que no aguanta los kilómetros de que se trate en cada ocasión. Su “hazaña” es sólo producto del empecinamiento y la testarudez, como si completar la distancia a cuatro patas o dando tumbos tuviera algo de admirable o heroico. Y no, es sólo lastimoso y consecuencia de la estupidez que aqueja a estos tiempos. Como tantas otras necedades, la mística de la “superación” me temo que nos viene de los Estados Unidos, y ha incitado a demostrarse, cada uno a sí mismo –y si es posible, a los demás–, que se es capaz de majaderías sin cuento: que con noventa años se puede uno descolgar por un barranco aunque con ello se rompa unos cuantos huesos; que se puede batir el récord más peregrino, qué sé yo, de comerse ochocientas hamburguesas seguidas, o de permanecer seis minutos sin respirar (y palmar casi seguro), o de esquiar sin freno en zona de aludes, o de levantar monstruosos pesos que descuajeringarían a un campeón de halterofilia. Yo entiendo que alguien intente esos disparates en caso de extrema necesidad. Si uno es perseguido por asesinos y está a pocos metros de una frontera salvadora, me parece normal que, al límite de sus fuerzas, se arrastre para alcanzar una alambrada; o se sumerja en el agua seis minutos –o los que resista– para despistar a sus captores, ese tipo de situaciones que en el cine hemos visto mil veces. Pero ¿así porque sí? ¿Para “superarse”? ¿Para demostrarse algo a uno mismo? Francamente, no le veo el sentido, aún menos la utilidad. Ni siquiera la satisfacción. 

Lo peor es que, mientras los médicos ordenan nuestra salud, los medios de comunicación mundiales se dediquen a alentar que la gente se ponga gratuitamente en peligro, se fuerce a hacer barbaridades, se someta a torturas innecesarias y desmedidas, sea deportista profesional o no. Y la gente se presta a toda suerte de riesgos con docilidad. “Vale, con noventa y cinco años ha atravesado a nado el Amazonas en su desembocadura y ha quedado hecho una piltrafa, está listo para estirar la pata. ¿Y? ¿Es usted mejor por eso? ¿Más machote o más hembrota?” Es más bien eso lo que habría que decirle a la muy mimética población. O bien: “De acuerdo, ha entrado en el Libro Guinness de los Récords por haberse bebido cien litros de cerveza en menos tiempo que nadie. ¿Y? ¿No se percató de que lo pasó fatal –si es que salió vivo de la prueba– y de que es una enorme gilipollez?” O bien: “Bueno, alcanzó usted la meta, pero como un reptil y con la primera papilla esparcida en la pista. ¿No le parece que sería mejor que no lo hubiéramos visto?”.