domingo, enero 31, 2010

incertidumbre


¿En qué consiste esta incertidumbre? Parece ser tan omnipresente que uno no puede ni determinar dónde empieza y dónde termina. Ni siquiera es fácil explicarla, no digamos escribir sobre ella.

Pero es una característica central de la vida en Venezuela en este momento, aunque podría decirse con razón que todo el mundo está sumido en ella.

Sin embargo, éste debe ser ahora uno de los países más inciertos del planeta: no sabemos exactamente cuántos somos, cuánto petróleo vendemos ni qué se hace con esa plata. No sabemos cómo hacer para ahorrar, para invertir, para pensar a mediano o largo plazo. No sabemos cómo convertirnos en independientes, en emprendedores, en dar el siguiente paso del progreso; ni cómo crear un entorno verdaderamente seguro para nuestros seres queridos; ni cómo hallar el modo de vivir sin conseguirse problemas con un Estado que nos considera enemigos o con un sector privado al que la psicosis de supervivencia ha vuelto en muchos casos más agresivo y avaricioso.

Todo horizonte se nos ha enturbiado, ensombrecido, tanto el del futuro como el del pasado.

Tenemos sobre nosotros tantas mentiras y rumores que no alcanzamos ni a ver con claridad el mismísimo presente. De hecho, la misma incertidumbre nos ha volcado a medidas desesperadas, como a creer en especies sin ningún fundamento que nos llegan por e-mail en lugar de a una pieza periodística bien sustentada. O nos dejamos llevar por la fantasía infantil de que el pasado ­al que por otra parte hemos idealizado, olvidando deliberadamente lo malo que también tenía­ puede en un buen día restaurarse intacto; esa ensoñación late bajo esa frase común de que vivimos una pesadilla, tras la cual despertaremos para seguir viviendo como si nada. Pero no; tristemente, como en el famoso minicuento de Monterroso, cuando despertemos el dinosaurio todavía estará allí. El país cambió, irremediablemente, aunque no podemos todavía saber cuánto.

Llegará, porque siempre llega, una época en la que se despeje la humareda y podamos distinguir con nitidez el paisaje que tenemos por delante.

Podremos entonces diseñar un presupuesto familiar, abrir una empresa, estudiar con ganas, planificar algo, cualquier cosa, a cualquier nivel.

Hasta entonces, hasta que arriben esos días en que tendremos que pagar la certeza con las malas noticias que significará darse cuenta del estado en que quedó Venezuela tras estos largos años de más pérdidas que ganancias, no nos queda sino vivir en la incertidumbre. Ser como esas monedas chinas, cuadradas por dentro (el mandato taoísta de la rigidez moral) y redondas por fuera, capaces de adaptarse y de rodar en cualquier condición. Tendremos que ser flexibles e inteligentes, pacientes y despiertos, enormemente cautelosos. De nada nos servirá empeñarnos en creer que las cosas no están cada vez peor. Pero sí nos hará bien tener presente que nada dura para siempre, que algunos misterios al final se resuelven, que los grandes mentirosos eventualmente pierden la voz y que, si uno ha podido resguardar dentro de sí lo más valioso de la sensibilidad y la cordura, podrá contar con que será capaz de prosperar en cualquier entorno ­o lugar­ mejor que éste.

viernes, enero 29, 2010

sans espoir



Lo han notado nuestros padres, parientes y profesores universitarios: esa masiva desesperación que manifestamos los jóvenes por dejar el país apenas nos gradúemos. Desesperación que en muchos casos es compartida por nuestros padres, hartos de la inseguridad. Y pueden entender las razones que tenemos para sentirnos así. Pero no deja de ser alarmante que precisamente nosotros, en esta edad en que solemos creer que cualquier cosa es posible y que el mundo nos pertenece, que tenemos tanta energía y menos responsabilidades que los que somos mayores, hayamos decretado el fin de este país.

Claro, no somos todos. Deben haber unos cuantos que no piensan en eso, que en realidad no piensan mucho. Y conocemos también a los luchadores del movimiento estudiantil que han intentado inyectarle al resto de la sociedad la idea de que sí se pueden mejorar las cosas. No obstante, el número de venezolanos entre 18 y 25 años que consideramos que Venezuela no va para ningún lado, o para ningún lado bueno, y que en lo que a nosotros nos concierne lo único que se nos ocurre es tratar de emigrar, debe ser bastante alto. No tengo una cifra que publicar aquí, pero no creo estar exagerando. Sean cuantos sean, al parecer son muchísimos.

Algo muy hondo se debe haber roto en esta sociedad para que se nos esté ocurriendo eso. Porque unos cuantos de nosotros sumidos en la desesperanza precoz somos talentosos, aplicados e ingeniosos. Somos gente con valores, obligada a madurar por la fuerza ante la violencia y el miedo, que no dejo de pensar en las ideas de qué puedo hacer una vez tenga mi título en la mano, y que muchas veces trasmito repugnancia por todo lo que me rodea, en casa, en el aula de clases, en la calle, en la televisión.

He visto ancianos a los que no les queda mucha vida con más optimismo que nosotros. En las colas de votación, por ejemplo. Hasta en la generación alrededor de mis papás, traumatizada por el intenso declive nacional que ha podido atestiguar desde los años 80 para acá, tiende a tratar de matizar el alcance de los daños.

Pero mis panas y yo no conocimos el país anterior a 1989, y ya tenemos demasiadas ganas de tirar la toalla por esto. No doy ni medio. Mis papas, los que llegaron antes, pueden al menos recordar un país mejor y confiar en que no se haya perdido del todo; yo no confío.

Así que renuncio a seguir esperando. No quisiera desperdiciar mi juventud aquí.

Y mientras tanto, hay quien nos dice que, bueno, si no nos gusta esto, que nos larguemos, que aquí nadie nos quiere. Quien se nos ríe en la cara, que no sabemos nada, que este país está lleno de oportunidades para quien las sabe aprovechar. Hay quienes nos escuchan como las únicas voces intáctas, las únicas conciencias puras e incontaminadas, y nos asignan un papel de oráculos que no queremos, pero mientras estémos en Venezuela lo asumimos. Y hay quienes nos persigue y nos caza.

Pero qué duro es oír a mis panitas hablar así. Verlos ir a clases con ese desgano, o trabajar de mala gana. Qué duro es verlos desarraigados. Una generación de desesperanzados. Una generación que ya renunció. Aunque estén haciendo música o graffiti, aunque estén aprendiendo lo que quieren aprender y viendo cómo hacer salir sus talentos. En una nación demográficamente joven, hay demasiados jóvenes que queremos crecer en otra parte. Algo muy malo debe estar ocurriendo aquí. Algo que no se puede ocultar.

jueves, enero 07, 2010

31 en Tucacas


"Recibí" 2010, como solemos decir, en la posada de Rene en Tucacas, oyendo con parte de mi gente viejos números de La Sonora Matancera y explosiones de pólvora, sin ponernos de acuerdo sobre cuál de nuestros relojes debíamos seguir.
Alrededor de esa posada sabemos que estamos en un pueblo violentamente contradictorio, todo una representación física y social de lo que es Venezuela.
Entre las calles - que cuando no son de tierra son de asfalto quebrado y descolorido - se alzaban frente al mar edificios en los que abundan apartamentos de un cuarto de millón de dólares, de gente que sólo se mete al pueblo a comprar hielo y empanadas, antes de abordar sus yates en las marinas cercanas, embarcaciones que en los cayos compiten no sólo en tamaño, sino también con el volumen del reguetón que sale de sus cornetas.
Esas viviendas vacacionales se comprar y se venden en un pueblo donde prácticamente no hay policía y donde hay asesinatos cada semana. Un pueblo con mucha gente refugiada en lo que fueron prósperos hoteles para la clase media y donde los negocios de comida son asaltados, a plena luz del día, con una frecuencia exasperante. Tucacas tiene sus médicos cubanos, sus malandros, sus pequeños empresarios y sus dramas sanitarios como cualquier barrio de Caracas. Sólo que todo esto está a metros del lujo y del despilfarro, a orillas de un mar que trae brisa como trae contaminación, la que le vierten a él desde las costas cercanas. Hay mucho dinero en Tucacas, pero casi ningún desarrollo. La electricidad va y viene, las inundaciones lo han aislado del país y lo han sumergido en agua maloliente, la inseguridad lo tiene aterrado. 
Pero junto a todo eso, estaba también la belleza. Esa ligazón entre injusticia y hermosura que es tan característica de esta región del mundo. Tucacas está ahí gracias a esa joya del Caribe que es el parque nacional Morrocoy, que sobrevive gracias al esfuerzo de unos pocos -funcionarios y trabajadores locales- y pese a la presión de todos los demás. Hace siglos que vive gente en esa costa -en la que Conquista flechaban ahí mismo a los adelantados españoles- pero son esos cayos y esos manglares los que hacen el lugar tan valioso. Esa última noche de 2009, los albatros tijereta y los alcatraces se escondieron durante el crepúsculo en los árboles del morro antes de que se propagaran las explosiones, planeando transversalmente entre las masas de viento que venían del mar. Y cuando se acercaba la medianoche, subió el vallenato desde la casas de bloque, se intensificó la música de Los Melódicos en el complejo de apartamentos donde celebraban una fiesta común, y se multiplicó en el cielo variable, con nubes rápidas que de vez en cuando nos salpicaban de llovizna, la nube de relámpagos de colores, racimos de estrellas artificiales y ráfagas de truenos chinos que la gente encendía en los patios, las aceras y las terrazas.
Unos cuantos encendieron grandes globos de papel. A medida que se calentaban sus atmósferas interiores, subían por los costados de los edificios hasta que los superaban en altura, y entonces el viento de la playa los metía tierra adentro, hacia la ciénaga a oscuras. Los globos avanzaban un par de kilómetros y luego perdían altura, como preguntas que no encontraban respuesta. Llegaba 2010 con todas sus interrogantes y el mar rugía despacio, siempre por su cuenta, ajeno a sus vecinos humanos y sus problemas, sus malas decisiones, sus miedos y sus esperanzas.

sábado, enero 02, 2010

feliz año 2010

No sé, no veo cómo decir que 2009 fue un año bueno para Venezuela. Fue seco y caluroso, incluso en diciembre. Fue más conflictivo que los anteriores, más tenso, más violento, con una notable contracción económica y una también muy evidente pérdida de libertad y de calidad de vida.

Nuestra capital no pudo salvarse más de los apagones y los racionamientos de agua que tenía tiempo sufriéndose en el interior, y esta provincia, a su vez, copia cada vez más la inseguridad y el tráfico de la capital. Por desgracia, en 2009, en general, se profundizaron nuestros problemas nacionales y nuestros defectos como sociedad: más ruido, más sinrazón, más mentiras, más abuso y más devastación moral.

Dicen las encuestas al menos las que han caído en mis manos que la mayor parte de la población ya no cree en nadie ni veo que vayamos por buen camino. Pero unos cuantos tenemos la sensación de que hay muchos bastante conformes, o al menos indiferentes, con el modo en que se encuentra el país. Esa sensación nos produce una dolorosa orfandad, por no decir desarraigo, desconexión. Unos cuantos sentimos que ya no podemos reconocer el país en el que nacimos y nos criamos, que no lo entendemos, que no nos escucha. Y que este país que nos formó ahora nos resulta impredecible y hostil.

Creo que recordaré 2009 como el año del exilio interno y externo, y el año en que muchísima gente (mas que en otros años) preguntaron a mis padres si no pensaban en irse. El año de Twitter, de las idas de agua y luz, de muchas noticias buenas y malas. Un año de frustración y de desesperanza en lo que concierne a los asuntos colectivos, en el que no obstante vi todavía muchos esfuerzos individuales por salir hacia delante, incluso en la cultura y en los medios, que tantos golpes sufrieron. Probablemente sea un año de transición, en el que algo ha empezado a cambiar. Pero no tengo idea de en cuál dirección se ha hecho ese cambio.

Creo que son tiempos en que uno debe tomar decisiones importantes, hacerse preguntas que nunca se ha hecho, buscar dentro de sí la humildad, la valentía y la claridad que tanto cuesta encontrar fuera. Creo que hay que reunirse con los más cercanos y hablar de lo que nos pasa. Revisar las prioridades. Proteger, como a una rara flor de invernadero, la decencia.

Los tiempos mejores que estamos esperando no parecen estar a la vuelta de la esquina, así que hay que ser fuertes, disciplinados y atentos. Mi deseo es que usemos un poco más la cabeza, que gritemos menos, toquemos menos la corneta y pongamos más atención. Que contemos hasta diez antes de reaccionar y que tratemos, una vez más, de ponernos en lugar del otro. Mi deseo es que este año abramos más los ojos y los oídos, que aprendamos aceptación y flexibilidad, que no nos caigamos a cobas. A lo mejor así logramos que 2010 sea mejor que 2009. Ojalá.